DOUZ

La ciudad de Douz es conocida por su mercado de especias. Un espacio donde la variedad cromática de los diferentes puestos de venta, únicamente resulta superada por el batiburrillo de aromas suspendidos en el aire que la rodean. Es allí donde los turistas adquieren una muestra compuesta generalmente por clavo, harissa, pimienta negra, canela, curry y romero; una selección de colores y olores que rara vez terminará por condimentar un plato.

Si uno escoge un lugar apartado en un soportal, cierra los ojos y engulle una bocanada de aire, sentirá como si al masticar la arena procedente del desierto, que sin duda inhalará, ésta dejará de lado el sabor a canela, para agarrarse en la garganta con un desagradable olor: el de la carne en incipiente estado de putrefacción procedente de los trozos de cordero ensartado en los ganchos que tienen algunos tendales, y en los que el zumbido de moscas y avispas tocan réquiems desafinados.

Miren, le debía algo a Douz, desde hacía algunos años contraje una deuda con Túnez y ahora que las noticias me muestran cómo los carros cargados de canela y pimienta han sido volcados en la plaza, ahora que la arena no sólo huele a especias sino que también sabe a ellas, ahora es el momento de recordar una noche de verano.

Salí de Douz y me dirigí a un campamento ubicado en el Sahara tunecino, allí me esperaba una colección de jaimas adornadas por centenares de cucarachas blancas aladas que parecían darme una hostil bienvenida. El puesto de comida echando el cierre y el insoportable calor del desierto en pleno mes de julio me hicieron esbozar una sonrisa; levantar levemente la comisura de mis labios al recordar la ropa de abrigo que me habían recomendado llevar. Mientras, el dorso de mi mano izquierda iba y venía de manera automática a mi frente. Así, intentaba detener el paso al sudor que brotaba constante, resbalando hasta mis ojos, rojos, irritados. El paso de esos goterones que se mezclaban con la sal de alguna lágrima y el quemazón del roce de la fina arena, poco a poco iba recalando en esa divina trinidad compuesta por oídos, nariz y boca.

Descarté la opción de descansar en la jaima, iluminada, por una tenue luz que mostraba las olas de polvo arenisco dibujadas por la brisa nocturna asirocada en las sábanas de blanco inmaculado; entretanto, la tela que cumplía la precaria función de techo, danzaba mecida por el viento, inflándose y desinflándose como unos pulmones enfermos y cansados. Por ese techado provisional se colaba una aleatoria lluvia de finos regueros de arena, como si del cielo cayeran las cenizas de oro de algún fénix.

En ese momento, me dirigí junto al vallado que delimitaba el campamento, y tumbado en una hamaca, compartí mi presencia con lagartos que sabían que al hombre le sigue siempre la luz y a la luz los insectos y otras criaturas de las que se alimentan. Presencié el proceso invertido del fiat lux primigenio en el momento en que de manera programada, las luces se apagaron dejándome en la mayor oscuridad que había presenciado jamás. Esa noche la pasé a la intemperie, bajo el cielo estrellado más bello que he visto en mi vida. Sentí como si la mirada no tuviera obstáculo alguno y la luz que recibían mis ojos, como si del negro sol saturniano se tratara, siguiera avanzando y avanzando por el espacio hasta detenerse en un descanso flotante y fluctuante; mi visión devino paso de astronauta, liviana pesantez.

Una vez que mis pupilas se adaptaron a la luz, mi cerebro tardó algo más, mantuve una conversación inolvidable con Marwuan, guía de la expedición, charla que giró entorno a…

¿Han visto las noticias sobre Túnez? Creo que el mercado de las especies huele a sangre, a muerte, a pólvora, a coraje a ira y ¿cómo no? a miedo.

No quiero volver a ver ese cielo tocado por los dedos de luz que cuelgan de las palmeras (así llaman en esa tierra a los dátiles). Apenas me atrevo a caminar estante arriba, estante abajo, por los libros de mi biblioteca, para mí, en ocasiones, incluso el cemento se transforma en lama, en desierto o en arenas movedizas.

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