LUZ (II)

Que vemos gracias a que hay una luz que ilumina los objetos, es algo que parece una perogrullada. Sin embargo, la cuestión cambia si planteamos la posibilidad de que sea cierta la cuestión según la cual, a mayor intensidad de luz sobre los objetos, mejor podrán ser estos observados. Recordemos la sentencia de François La Rochefoucauld:

Le soleil et la mort ne se peuvent regarder fixement (Maximes).

Si mirásemos directamente al sol, no se acomodaría nuestra visión, sino que nos quedaríamos ciegos, se quemarían nuestras pupilas. Por ello, el preso de la alegoría de la caverna de Platón, al salir a la luz, debe esperar a que se acomode su vista tras haber habitado entre sombras en la penumbra; pero de ningún modo para mirar a la luz misma, sino a los objetos que ésta ilumina.

Únicamente podemos observar aquello cuya presencia se percibe gracias a la luz, pero nunca la misma luz. Si la luz es un símil de la verdad, ya Platón señala la imposibilidad de conocer la verdad de otro modo que no sea como una propiedad de lo ente, si pretendemos conocer con los ojos en lugar de hacer uso del entendimiento.

Y, ¿cúal es la cantidad correcta de luz que nos permite conocer el fenómeno?

No parece descabellado extraer de la alegoría de Platón que cuanto más luz haya sobre la cosa mayor conocimiento obtendremos de la misma. Sin embargo…

Imaginen o pongan en práctica este experimento: hagan uso de un cañón de luz y apunten sobre una pared marrón; verán como la luz, lejos de iluminar lo que hay allí lo elimina, lo transforma, lo engulle, realizando un paradójico fundido a blanco que acabará con el supuesto color de la superficie.

Vemos gracias a las sombras que producen los objetos; estamos a merced de la sustracción de luz que estos realizan con su presencia.

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