LEJOS DE LA ARISTOCRACIA

Burt Lancaster, en su interpretación de Don Fabrizio en El Gatopardo (1963) de Visconti, realiza unas escenas memorables en cuanto a los matices que requiere el personaje –character– aquejado de una elegante contención emocional (sea alegría o tristeza lo que haya que contener), ese sentimiento tan aristocrático, o para más precisión, de aristócrata decadente. Un semblante que es la fuente de inspiración del dandy moderno, y que muchas veces sólo ha conseguido de éste una simple caricatura, y no un homenaje.

Porque como otras cosas, si uno no es por defecto aristócrata, no lo será nunca.

Tomemos esta escena, donde Don Fabrizio presencia el cacareo juguetón e inocente de las jóvenes aristócratas que flotan sobre la cama entre tanto drapeado, abanico y cuchicheo. Su ademán de embeleso y atracción es castrado, como si se tratara de un mimo perfecto, por un impedimento invisible que se erige como un muro entre el ya viejo aristócrata y las jovencitas que, como a la protagonista Angelica (Claudia Cardinale), debía cortejar. Su reacción inmediata es mirarse al espejo de la derecha, mediante el cual comprende que hay algo que se ha esfumado para siempre, una situación en la que antes podría haber sido protagonista, pero que ahora resulta imposible. Es la metáfora de la aristocracia ante la llegada del nuevo régimen que se impone en la Italia unificada: su anclaje en el tiempo la deja offside ante los nuevos que se avecinan y sólo le queda el regocijo estético de lo que fue.

Toda la escena ejemplifica lo que ya ilustró Walter Benjamin en su cuento "Omelette de moras", donde un rey pide a una serie de cocineros que le preparen con la misma exactitud en el sabor dicha omelette que él probó cincuenta años atrás. La respuesta del último cocinero justifica la imposibilidad de tal hazaña: ¿cómo habría de condimentarla con todo aquello que saboreaste aquella vez? El peligro de la batalla y la sensación de acecho que tiene el perseguido, el calor del horno y la dulzura del descanso, la presencia ajena y el futuro oscuro.

Que ciertas cosas aparezcan como perdidas para siempre no es exclusivo de la aristocracia. Pero he aquí su legado: desaparecida una aristocracia real, uno no puede tener ni el consuelo de aquejarse con la elegancia de Lancaster. ¿Cómo hacerlo? No somos aristócratas. Ser elitista cuando uno no tiene atributos como para pertenecer a ninguna élite, y además recrearse estéticamente en una idiosincrasia que no es la tuya, siempre me ha parecido una de las peores y más ridículas formas de alcahuetería.

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