EL CONSEJO DE PLOTINO

Leo en un muy instructivo libro de Ramón Andrés (Andrés, Hist. suicidio, 162–3) que Plotino no era partidario de la muerte voluntaria, por razones metafísicas. En la medida en que la vida era para él la progresión hacia el bien durante un tiempo que estaba asignado por el destino, ese tiempo no debía ser interrumpido por ninguna razón. “El alma aguarda a que el cuerpo se separe totalmente de ella y entonces ella no necesita cambiar de lugar, sino que está del todo fuera”. No conviene darse muerte porque “el que se separa de sí mismo no deja libre al cuerpo. Además, en el momento de soltarlo, no estará exento de pasión, sino que habrá disgusto o tristeza o enfado.” (Enéada I, 9)

Hay tres ideas interesantes en estos breves pasajes. La primera es que el cuerpo sirve sobre todo para marcar a la experiencia del alma lo que está dentro y lo que está afuera, para enseñarle a distinguir entre su intimidad y la objetividad, distinción necesaria para pensar lo que hay sin perder la razón. La segunda es que la muerte natural es el acto por el que el cuerpo se despoja del alma y la deja en libertad; y no al revés. Y la tercera es que lo que tiene de condenable el suicidio no es que constituya una falta ética o una sinrazón (si hay algo que debe hacerse –y se hace– con razón, es decir, después de haberlo deliberado largamente, eso es quitarse la vida) sino que el suicida es un desdichado que está a merced de sus pasiones, o sea, a merced del cuerpo, puesto que sabido es que las pasiones son enfermedades del cuerpo. El suicidio no es aconsejable porque no deja libre al cuerpo sino que más bien muestra que estamos sometidos a él.

No obstante, me vienen a la memoria dos excepciones a esta regla que, curiosamente, son cinematográficas. En un largo pasaje de una película de Ingmar Bergman (no recuerdo cuál) el/la protagonista contempla con angustia por televisión la escena terrible en que el bonzo vietnamita Thich Luang Duc se rocía con gasolina y se quema ante las cámaras en una calle muy concurrida de Saigón, en 1963. La cámara de Bergman enfoca el cuerpo en llamas del monje y poco a poco se va deteniendo largamente en su rostro, para mostrar que está plácido, sin expresión de dolor alguna.

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Asimismo, en La balada de Narayama de Shohei Imamura, la abuela Orín comprende que, con la imprevista llegada de un nuevo vástago a la familia, ella y los suyos no podrán pasar el invierno sin sufrir hambre. Decide entonces adelantar su propia muerte y no esperar a perder la dentadura, que es la señal que los viejos esperan para ascender al Narayama y allí dejarse morir. Ella misma se los rompe golpeándose la boca con una piedra.

Ni el bonzo ni Orín son auténticos suicidas sino que sus respectivas almas están fuera de su cuerpo mucho antes de morir. Sus almas han conseguido contemplar su propio cuerpo desde fuera mucho antes de separarse de él. En efecto, Plotino añade:

Y no será digno de lástima en medio del dolor, sino que su propio fulgor, el fulgor interior, será como la luz dentro de una linterna mientras afuera sopla un viento huracanado en plena tormenta. (Enéada I, 4. 8)

(Deberías pedir disculpas por terminar un texto con una cita de otro.)

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