EL FALO Y EL CONFLICTO

Según me comenta Francis García Collado, Lacan establece una diferencia clara entre ser el falo y tener el falo, apoyándose en la dialéctica del amo y del esclavo –aparentemente sin citar la debida referencia– en la lectura que Kojève hizo de esa sección de la Fenomenología del Espíritu de Hegel.

El falo es el símbolo del principio activo o determinante, del poder y la autoridad, de la fuerza y la decisión, etc. Para todo el mundo es el lado visible del deseo. Está claro que el falo confiere cuando menos un cúmulo de seguridades a quien está investido de él y es decisivo en la mayoría de conflictos que se entablan en las relaciones entre individuos: entre el patrón y el trabajador, entre el padre (o la madre) y el hijo, en los interminables trasiegos que se llevan los amantes (y los ex-amantes), en el marco de una pareja o incluso en una relación de amistad entre iguales. Allí donde hay relación, hay un poder –un deseo fálico– en juego y la disputa por ese poder se traduce en actitudes –llamémoslas así– fálicas que luchan por hegemonizar o administrar el deseo en juego.

Pero hay dos formas irreconciliables de lo fálico. Una de ellas es excluyente: si en una relación uno es el falo, lo lógico es que no admita ser suplantado por otro. Al comienzo de la novela El enano de Pär Lägervist, el narrador –un enano bufón de la corte– se queja de su conflicto con otro bufón, también enano, con el que está obligado a convivir. Tras una serie de incidencias que ya no recuerdo, el narrador explica cómo llega un momento en que se hace intolerable para él la existencia de dos bufones en la corte y cómo un buen día decide desembarazarse del otro: “A partir de ese momento en el castillo no hubo otro enano que yo”. El enano de Lägervist muestra lo que desea un individuo investido del falo y lo que esto da lugar. Asimismo permite ver que ninguna relación es posible si las dos partes relacionadas aspiran a ser el falo.

La alternativa es tener el falo, que confiere o cede la función fálica al otro pero ejerce esa misma función, aunque desplazada, por medio de una posesión que no es del otro sino del deseo del otro. En nuestra cultura los roles asignados, en términos de ser y tener el falo, se suelen identificar como lo masculino y lo femenino, respectivamente. Así pues, los varones tendemos a asumir el falo como una identidad propia, mientras que las mujeres aceptan que su papel es tenerlo, lo que les confiere un poder característico, posesivo y castrador: tú lo eres, pero eso que eres sólo es posible conmigo, por consiguiente nunca está claro en manos de quién está el deseo. Naturalmente, en una relación entre individuos de distinto género, el ser y el tener pueden quedar investidos en el hombre o en la mujer indistintamente, lo que nunca ha sido del todo comprendido por el feminismo ramplón (o sea, por el feminismo a secas) que sólo concibe el falo como identidad que –dícese– ha sido arrebatada a las mujeres por los hombres. Las relaciones en que ambas partes se empeñan en asignarse la función fálica son dramáticas y acaban en desastre; y lo mismo sucede cuando ambas partes escamotean la instancia en que una de ellas ha de ser (o tener) el falo porque no pueden soportar el terror que les inspira quedar en manos del deseo del otro. Por ejemplo, así sucede en las parejas que eluden o aplazan formalizar su unión como matrimonio o que se niegan a adoptar cualquier otra definición crucial –el momento de tener un hijo o de cambiar de casa o de realizar un aborto cuando es preciso–; y lo mismo si se trata de decidir si tienen que separarse. Tiene lugar una especie de catacresis, como cuando, al final de una comida de negocios, los dos comensales se niegan obstinadamente a que el otro pague la cuenta del restaurante.

La expectativa de la felicidad está cifrada en que, cualquiera que sea la relación o la negociación implicada, alguien sea el falo para que el otro pueda tenerlo y, viceversa, uno tenga el falo que el otro quiere ser, tal como se describe en una canción preciosa que canta Caetano Veloso, cuya letra –simple, directa, elemental– encuentra la clave de resolución de esta dialéctica que afecta el modo como hacemos jugar nuestro deseo en consonancia con el deseo del otro; por cierto, sin pasar por un psicoanálisis ni por un consultorio sentimental:

Ah! Que esse cara tem me consumido
A mim e a tudo o que eu quis
Com seus olhinhos infantis
Como os olhos de um bandido

Ele está na minha vida porque quer
Eu estou para o que der e vier
Ele chega ao anoitecer

Quando vem a madrugada ele some
Ele é quem quer
Ele é o homem
Eu sou apenas uma mulher

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