Puede que sea un indicio de senilidad incipiente, pero presiento que todas las rupturas siguen un proceso parecido. Se entiende que me refiero a las rupturas de vínculos personales (amorosos, de amistad, de trabajo, de filiación política o social o de compromiso contractual).
El primer paso de una ruptura está marcado por la pena: una congoja pertinaz que asoma en cualquier momento y por cualquier motivo y que nos sitúa en la pura y simple frustración y parece que no va a abandonarnos nunca. El segundo paso es la comprensión de la causa de la ruptura, a veces el reconocimiento de la falta propia. A esta segunda instancia corresponde como temple la taciturnia. Donde hubo llanto o desolación hay ahora remordimiento y desazón. El tercer momento de la ruptura llega con el despertar de la cólera y el fastidio. A menudo este estado mueve a las agresiones verbales y los reproches y, en ocasiones, a la violencia física que anticipa (o se resuelve) con un cuarto paso: la busca de una venganza por cualquier medio. Nadie escapa al deseo de tomar venganza. Finalmente, sea que la venganza se consume o que se quede como iniciativa imaginaria, el rencor se disipa en un último estado de indiferencia, que se parece mucho a la muerte.
(En la muerte todas las cosas son iguales.)
Son cinco pasos que se cumplen con la exactitud del reloj, por la simple razón de que estamos condenados a seguir adelante. Pero es inútil, ninguno de ellos logra la necesaria reparación.