SOBRE LOS SÍMBOLOS

Al comienzo de un libro del teórico del arte Thierry de Duve (Kant after Duchamp. London: The MIT Press, 1996) encuentro algunas observaciones sugestivas. Un homenaje a la risa de Michel Foucault que de Duve hace rememorando la única entrevista que mantuvo con él en los años ochenta (cuando él y yo éramos jóvenes); una oportuna reivindicación del gusto en ocasión de una charla del autor con el célebre crítico Clement Greenberger (de Duve declara sin tapujos que, para él, Andy Warhol fue el mayor artista de nuestro tiempo); y una anotación curiosa sobre los símbolos.

Remitiéndose al maestro Claude Lévi-Strauss, afirma de Duve que el hecho de que podamos comparar las obras artísticas de una cultura con otros objetos semejantes de alguna cultura remota indica que en esa comparación, que los antropólogos culturales hacen todo el tiempo, median los símbolos.

En efecto, ¿cómo podemos interpretar, hacer conjeturas de sentido, establecer valores y criterios acerca de un objeto cultural cuyos contenidos y –a veces– la lengua en que están expuestos, desconocemos? Parece claro que el símbolo –mejor dicho, nuestra actividad de simbolización– es una especie de lengua universal que nunca conseguiremos dominar del todo; y que pese al esfuerzo que puso en compilarlo Hegel, ese lenguaje es imposible formalizar o de reducir a una lógica mayor que unifique y ordene toda la obra humana de acuerdo con un significado trascendental y no obstante pone en relación todo lo que los hombres han hecho y hacen todo el tiempo. Un ídolo africano construido con atención esmerada a su belleza tiene necesariamente algo en común con una escultura griega clásica aunque sus dioses representados, sus respectivas funciones sacramentales o su forma no compartan principio alguno. Lo que esos objetos tan distantes entre sí comparten es únicamente la función simbólica que los ha traído al mundo.

El misterio de lo que llamamos arte, la religión, los nombres que damos al deseo y a algunos sentimientos muy humanos, como el miedo a la muerte o la soledad, están presentes universalmente y a pesar de las diferencias de lenguaje, de algún modo llegamos a conocerlos o a establecer una conjetura de significado sobre el modo en que se manifiestan en un texto o en un objeto de culto gracias a la función simbólica.

Así pues, comprendo que el sueño de Fausto (llegar a saberlo todo) y, en general, el de todo hombre espiritual –quiero decir, lo que guía su voluntad de conocer, su curiosidad insaciable, la siempre dolorosa busca de la verdad y la voluntad expresiva– no es la superación de la finitud o el anhelo de la inmortalidad (bueno, no solamente), sino el dominar ese lenguaje primordial que es puramente simbólico y que subyace a todo cuanto hacemos, a todo lo que otros, en todas partes y en todos los tiempos, también han hecho. Esa es la sabiduría que perseguimos.

Sin embargo, no es esta constatación más o menos filosófica lo que me asombra sino que, en mi pequeña soledad, sentado frente a mi mesa de trabajo delante de la pantalla, la presencia de esos símbolos hace que de pronto me sienta acompañado.

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