BELLEZA Y FELICIDAD

Extraña inclinación –casi universal– a referir la experiencia de lo bello a algún rasgo propio o adquirido, una costumbre harto difundida en casi todas las épocas y mal definida en la nuestra como “narcisismo” (que es bien otra cosa). Quien no dispone de algún atributo natural que lo coloque entre las cosas bellas, lucha con denuedo por conseguirse alguno: aspira a ser bello en la virtud, se somete a las incontables operaciones estéticas y los estilos y los modos del maquillaje, talla su cuerpo o su rostro o se afana por ser culto y sabio, prueba una y otra vez su capacidad de seducir y ser deseado o se consagra a la lucha por el poder (un objeto muy bello a los ojos de los miserables) allí donde se encuentre. Alma bella.

Pero lo bello es una cualidad que no hemos de buscar en nosotros sino que está necesariamente fuera de nosotros, su experiencia atestigua algo que es, de tal modo que el encuentro con lo bello tiene siempre una dimensión existenciaria, como de prueba ontológica: hay algo porque consigo reconocer su belleza; y, una vez la hube reconocido, quiero conservarla, tenerla junto a mí, que nunca me deje. Lo bello hace compañía; o, como observa Régis Debray (Vida y muerte de la imagen, 33):

La belleza es siempre terror domesticado.

No estamos solos porque –mira, mira– allí está lo bello. Esplendor de la apariencia que hace justa su exaltación esteticista en la frase de Oscar Wilde, obstinado irlandés y, no obstante, siempre tan amanerado:

Para mí la Belleza es la maravilla de las maravillas. Únicamente la gente limitada no juzga por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es el visible, no el invisible. (Retrato de Dorian Gray: 74)

Comprendo entonces que el esteta austero Ludwig Wittgenstein, melómano, pero al mismo tiempo lúdico e infantil, aficionado a las películas de acción y las novelas policiacas, pensara que lo bello es simplemente lo que nos hace felices.

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