MARXISTAS

En agosto pasado, durante un viaje a Londres, volví a visitar la tumba de Karl Marx, en el viejo cementerio de Highgate, en Hampstead.

Lynch en Highgate

Yo había estado allí por primera vez en 1975, acompañado por mi primera mujer, Estela Ocampo, una tarde de enero en que llovía a cántaros. No había nadie en el cementerio, aparte de Estela, yo mismo y una joven soviética que nos sacó una foto delante del túmulo de Marx, bajo la tromba de agua. No guardo copia de aquella instantánea. Quizá la foto saliera mal por la lluvia o quizá se perdió en alguna de las muchas vueltas que ha dado mi vida desde entonces.

El cementerio de Highgate todavía conserva su apariencia romántica y umbría y ese característico desaliño británico que me llamó tanto la atención la primera vez: incontables lápidas rotas o caídas entre los ruinosos mausoleos invadidos por una maleza exuberante, de un verde oscurecido por la humedad y el barro, donde se leen viejos epitafios que el tiempo ha estropeado con elegancia. La indescriptible confusión con que se han ido acumulando los muertos enterrados, las estelas funerarias y los ex-votos en este camposanto semiabandonado, suscita angustia y genera un ambiente con algo de siniestro, el lugar ideal para acoger a los vampiros de Londres, reunidos en comunidad al caer la noche.

Sin embargo, algunas cosas han cambiado desde aquella primera visita al cementerio de Highgate. Los representantes de varias generaciones de marxistas que suelen acudir en peregrinación a rendir homenaje al gran héroe de los trabajadores han conseguido que el cementerio se convierta en un lugar turístico, al que ahora se accede tras pagar entrada en una garita, donde una señora inglesa de gafas y aspecto de sufragista solterona vende además folletos explicativos y souvenirs.

Me hice la foto con la ayuda de un adolescente que había venido al cementerio con su papá y su mamá y una hermana pequeña pelirroja; y después me detuve un buen rato para reparar en las tumbas aledañas a la de Marx. Comprobé que casi todas ellas están ocupadas por almas socialistas que, para su reposo eterno, escogieron un sitio próximo al mausoleo del gran prócer del proletariado, como gesto de homenaje postrero al maestro y para demostrar que habían sido marxistas hasta la muerte. Las leyendas de las lápidas, algunas de ellas muy modestas, hablan de hombres y mujeres de muchas nacionalidades, militantes de ideales fervorosos que nunca perdieron la esperanza de salvar el destino de la humanidad. Entre ellos hay artistas, científicos y escritores comprometidos, periodistas y cantantes de barricada y muchos sindicalistas combativos que hacen votos por la causa del proletariado y la emancipación del trabajo. Todos ellos reafirman no haber abandonado jamás la lucha por un mundo nuevo y liberado de injusticias, donde impere la verdad y la libertad y los hombres y las mujeres solidarios con los demás puedan dar lo mejor de sí. Casi todos eran desconocidos para mí, pero los imaginé formando un coro o una confraternidad de marxistas de muchas razas y procedencias que, al cabo de más de un siglo y medio, se habían constituido en familia reunida para siempre en torno a su numen espiritual. Y, en alguna medida, me sentí parte de ella; si no, ¿qué estaba yo haciendo allí? Pensé además en Marx, cuya obra inspiró las vidas de tantos individuos bien intencionados pese a que, con toda seguridad, no fue un hombre bueno.

Y entonces me asaltó otra idea. Pensé que esos marxistas muertos, que las circunstancias o mi curiosidad habían convertido en camaradas míos, me marcaban un camino a seguir: quizá había llegado el momento de decidir a dónde irán a parar mis propios restos mortales. Y, con ese pensamiento, todavía sin resolver, me marché del cementerio de Highgate.

(Cosa rara en Londres, hacía mucho calor.)

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