ESCORPIO

…dejamos la terraza de Setúbal donde estuvimos un rato largo mirando el Atlántico y nos fuimos hacia Évora; y en los alrededores del centro vi a unos cuantos portugueses vestidos con unos abrigos largos con esclavinas que me recordaron a aquellas maxi-ruanas de Bogotá, por donde circulaba una moda sesentera que había convertido la ruana colombiana en una extravagancia, puesto que la ruana verdadera es un poncho corto y las maxis parecían mantas –frazadas, decimos nosotros– que te cubrían todo el cuerpo, de los hombros hasta los pies y te daban un aspecto como de apóstol; y yo, que siempre he sido sensible a la indumentaria, gasté el poco dinero que me quedaba en una de esas ruanas que creo haber usado solo una vez, para una foto que me saqué en los jardines de la Quinta de Bolívar que está en el cerro San Cristóbal; en ella se me ve muy contento con mi maxi-ruana de colores andinos, una barba de proporciones bíblicas y el mismo reloj que llevo ahora en la muñeca izquierda. Recuerdo una sensación parecida en Évora: unas ganas enormes de enfundarme en uno de esos abrigos dieciochescos solo por la curiosidad de ver cómo es llevar las esclavinas cuando hace mucho frío, quizá porque allí, en Portugal, hacía el mismo frío húmedo que en Bogotá, un frío que no puedo olvidar pues es como el aire de una despedida en el muelle de Algeciras que dio inicio a mi edad adulta y acabó mi adolescencia. Muy temprano en la mañana, el puerto de Algeciras estaba todavía envuelto por la bruma del Estrecho y en la dársena había todo tipo de bultos y maletas y muchos pasajeros nuevos y allí, entre trámites aduaneros y abrazos de gente extraña, me despedí y oculté discretamente mi desconsuelo bajo la ominosa presencia del Peñón, cuya sombra imponente dominaba la escena, como un fantasma salido del mar. Era en enero y hacía ese frío característico del norte, que es el de Venecia en la mañana de Año Nuevo –¿te acuerdas de la pila de botellas rotas en el centro de la plaza San Marco?– y el de Jackson Park, junto al lago Michigan y el de la escarcha que cubría las largas explanadas y las cuestas del Parque de Montsouris (también en enero) y helaba los zanjones que rodeaban las fábricas de Migueletes en el partido de San Martín hasta formar una especie de pelusa blanca acristalada que hacía contraste marcado con el barro oscuro, casi negro, de las calzadas suburbanas donde pasé casi todo el tiempo que duran los veinte años –mucho tiempo, la verdad– empeñado en una tarea inútil y en un sacrificio personal que nadie reconocerá. Dejé todos los años de mi juventud allí, entre esos suburbios desangelados de los que no guardo una sola huella –bueno, sí, el frío de mis veinte años– y solo conseguí salir de esa experiencia de golpe, como cuando se despierta de una pesadilla, una tarde de verano en que me asomé a la plaza hexagonal de Corfú desde uno de los cafés que la rodean, sentado bajo los arcos de su recova que está copiada de la rue de Rivoli, en esos cafés de la vieja Kerkyra en que te sirven café a la turca y helados italianos mientras contemplas cómo los griegos, de impecable camisa y pantalón blancos, juegan al criquet sobre el hexágono. Los romanos y los cartagineses, los cruzados normandos, los turcos, los venecianos, los franceses y los ingleses; y los italianos que la ocuparon durante la última guerra, todos dejaron su huella en Kerkyra y yo escogí la mía: Rule Britannia!, me dije mientras miraba los pases del criquet y casi enseguida me sentí libre y feliz. Me acuerdo de todo eso y de alguna cosa más, porque hoy es 21 de noviembre y ya se sabe, en esta fecha el veleidoso Venus atraviesa con su signo el destino incierto de la constelación de Escorpio…

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