AGONÍSTICA AGONÍA

He leído el texto póstumo de Christopher Hitchens, Mortalidad (Barcelona: Debate, 2012) de un tirón. No sé todavía si me tocará hacerle una reseña, pero me adelanto. Se supone que Hitchens lo concibió en parte como testimonio descarnado de su enfermedad mortal y en parte como ejemplo de su propia entereza en su lucha personal contra la muerte y, quizás, para que sirviera como estandarte de ese declamado materialismo estoico que le dio fama en la cruzada contra la religión a la que dedicó los últimos años de su vida. Aquí lo tenemos, destrozado por los crueles tratamientos contra el cáncer de esófago, pero incólume, irredento e incorruptible agonista, sin que pueda verse en él un mínimo indicio de flaqueza, indiferente a la trascendencia, rechazando toda esperanza en la inmortalidad y ajeno y hostil al sentimiento religioso. Él solo, con traza de héroe romántico, unas veces mordaz y otras tantas melancólico, cuerpo autoconsciente que se defiende hasta el final con la sola ayuda de jeringas, protones, eccemas, escáneres y los venenos químicos que degradaban sus ganglios infectados y a veces le permitían sobrellevar los momentos de dolor. Hitchens en su frágil y desnuda humanidad, descomponiéndose a consciencia y, en su lucidez sin fisuras, mostrándose una vez más como un superhombre.

Pero ¿para qué sirve su ejemplo si era inevitable que leeríamos este testimonio post mortem, es decir, cuando el héroe, el superhombre que no teme inmolarse en el combate desigual contra la enfermedad y la Muerte, ya está muerto? ¿No hay algo de absurdo en la intención final de este libro, como la hay en la de todos los moribundos que escriben su via dolorosa hasta el último aliento? Quizá el verdadero estoicismo para los que están enfermos de muerte no sea la lucha sino ser capaces de permanecer en silencio y, a la postre, de autoeliminarse.

El testimonio de Hitchens, por otra parte, en la medida en que repasa algunas penurias de la enfermedad mortal, no puede significar lo mismo para el lector enfermo y para quien está sano. Uno y otro no comparten la misma experiencia. Estamos, pues, ante dos lecturas irreconciliables y excluyentes. El que está sano se enfrenta a un horror que ninguna escritura logra describir cabalmente, mientras que el enfermo se siente unido a Hitchens por una especie de piedad, una confraternidad que los demás no pueden comprender.

No me gustaría agonizar así. Preferiría hacerlo pletórico y abrazado al cuerpo de la mujer que quiero. Abrazado por ella. Abrazado.

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