FÁBULAS

El recuerdo de una experiencia se compone de un acontecimiento en el que una parte mínima es sensible y casi todo lo demás, incluida su valoración o consideración racional, es imaginario. Pero, ¿no hay entonces ningún acontecimiento puro? Por supuesto que no. El suceso es un factum literalmente cubierto de las capas de sentido que lo sienten, producen, registran, etc. y que la memoria administra a voluntad, de manera caprichosa, cada vez que se trata de elaborarlo en el recuerdo.

Cuando se rememora una experiencia –sobre todo si ha sido muy intensa o confusa o incompleta– en busca de la verdad de un hecho, se trata de despegar las capas de significado que cubren lo que pasó con objeto de… ¿De qué? ¿Quién dijo que estamos facultados para llegar al acontecimiento puro? La razón da por supuesto que semejante hecho (y su verdad) existe pero la memoria, en la medida en que actúa dominada por la imaginación y la fantasía y a merced del deseo de lo que falta, es incapaz de recuperarlo tal como sucedió. Desenterrar el acontecimiento puro es tan fatuo como los infructuosos esfuerzos que realizan los judíos sionistas por encontrar signos de su presencia bíblica en Tierra Santa: cavan y cavan sin descanso pero lo único que sale a la luz en sus excavaciones son vestigios romanos.

En materia de acontecimientos pasados, de cualquier cosa que (nos) haya sucedido, todos nos parecemos a Don Quijote, que tenía por reales los objetos de su imaginación. ¿Para qué recordar entonces, si los recuerdos no son más que los anhelos que la propia consciencia pone bajo el título de memoria? Lo mejor sería aprender a olvidar, pero ¿qué hacemos entonces con todo lo que nos ha sucedido? En su Segunda Intempestiva Nietzsche aconsejaba el olvido para no quedar atrapados en el cepo de la memoria histórica y proponía en su lugar la historia crítica que, a fin de cuentas, consistía en hacer memoria histórica con autoconsciencia de estar ejecutando un ejercicio literario. La mejor manera de gestionar esos acontecimientos, que no son tales sino producto de nuestra propia fantasía, es esmerarse por construir una nueva ficción en la que las huellas de la propia imaginación, que han quedado impresas en los hechos guardados por nuestra memoria, sirvan como bellos castillos en el aire para deleite y fascinación de los demás. O sea, en el mejor de los casos, intentar aprender el viejo oficio de los que cuentan fábulas.

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