PEQUEÑAS CANALLADAS

En una tediosa película de un director muy pretencioso y bastante mediocre llamado Allan Rudolph sigo los amoríos y las borracheras de los intelectuales de Nueva York de los años veinte, que transcurren entre fiestas y ruidosas veladas en los salones del Hotel Algonquin. La película narra la vida desventurada de Dorothy Parker, pero no consigo interesarme por ella, quizá porque también para narrar la desdicha (y para experimentarla) es preciso tener algún ingenio. Y no parece que Rudolph lo tenga. Inevitablemente me asalta el sueño y a punto estoy de caer rendido cuando, de pronto, oigo la voz pastosa de la protagonista que dice:

–No nos matan las grandes tragedias sino las pequeñas canalladas.

No importa si esta frase salió del caletre de Rudolph; o si se le ocurrió a la propia Parker, poco antes de una tentativa de suicidio en una habitación del Algonquin, tal como se muestra en la película. El caso es que es verdad: te puedes blindar contra la tragedia pero nada puedes hacer contra las pequeñas canalladas.

Y entonces me despejo y termino de ver la película de Rudolph, incluso le perdono sus esnobismos. Al fin y al cabo yo he sido alguna vez huésped del Hotel Algonquin de Nueva York y, por cierto, también he sufrido los efectos devastadores de una pequeña canallada.

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