PROGRESISMO

En los últimos tres años he conocido casi todas las formas del dolor: el físico, el psíquico, el sentimental, el dolor moral. Aunque creo haber superado casi todas las pruebas, no me siento ahora en mejores condiciones que antes para soportar más dolor, pero sí que se ha completado en mí un proceso de aprendizaje. Cuando menos, la experiencia me ha servido para reconocer que dentro de mí hay un núcleo duro, como un caparazón de tortuga; y que puedo refugiarme en él. El dolor ha sido una askesis, una iniciación.

Jünger enseña a conocer el sujeto humano en relación con el dolor. Como es habitual en él, sus observaciones a veces resultan algo grandilocuentes. Por ejemplo, ante el dolor propone asumir la frialdad del senador romano que asiste a la muerte sangrienta de gladiadores extranjeros en el circo. Pero no hay por qué llegar a eso: para aprender del dolor no es preciso convertirse en un bárbaro. Está en lo cierto cuando apunta que la vida se puede observar desde el dolor, cuyas representaciones habituales se reducen a dos formas: como daño físico (pain) y como desgracia, que también es afrenta y escarnio. Estas dos dimensiones tienen algo en común y el habla cotidiana no suele establecer distinciones entre ellas. Lo que duele se vive también como una desgracia y viceversa; y, tal como escribió C.S. Lewis mientras sufría desconsoladamente por la muerte de su amada, ambas se parecen a la experiencia del miedo. Quizá por eso soportar el dolor es también un signo de coraje.

Jünger piensa que en el siglo pasado el dolor fue desplazado hacia el territorio de lo funesto, a la clase de las desgracias; y que se ha perdido la capacidad de aprender a partir del dolor físico (lo que es obvio, porque allí su efecto ha sido controlado por la técnica) o se lo ha trivializado en forma de entrenamiento atlético. En efecto, no hay entrenamiento que no implique tener que soportar dolor.

(De todas formas, cuando escucho las “penurias” de los que entrenan duro, me dan ganas de reír.)

Entiendo por dónde va Jünger. No se trata de “entrenar”, él quiere rescatar el sentido del dolor físico, en un velado elogio de la disciplina de los lacedemonios y los prusianos, pese a que él no era prusiano sino suabo. Y trata de descalificar la idea de progreso, o de denunciar el sentido del progreso que en la civilización actual está ligado al culto hedonismo. En Jünger, pues, se contraponen el placer y la disciplina del mismo modo que el progreso y el dolor. El dolor sería auténtico, mientras que el progreso es ilusión. En efecto, del dolor no puede haber falsa consciencia: te pueden engañar simulando que te dan placer, pero cuando te hacen daño, no hay equívoco posible.

Observa sagazmente Jünger que cuanto más crecen los aprestos bélicos y más se perfeccionan las armas, tanto más se promueve una ideología contraria al dolor; y anota como síntoma el enorme aumento de la criminalidad que coincide con el abandono de la pena de muerte. Define el progreso como conquistar el mundo sin usar pólvora. Por consiguiente dolor y progreso son modelos inasimilables. Del lado del primero pone él la disciplina, el arrojo y el riesgo, la mortificación y la conquista; del lado del segundo, la seguridad, el contractualismo, el confort, la molicie, el mercado y la negociación. Su fórmula es sin duda maniquea pero, a poco que reflexiono sobre ella, compruebo que haber sufrido tanto dolor no solo me ha vuelto implacable sino definitivamente ajeno a cualquier forma de progresismo.

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