MACUNAÍMA

Recupero esta cita de Gregory Bateson, que es casi de sentido común:

Toda experiencia es subjetiva […] nuestros cerebros hacen las imágenes que nosotros creemos “percibir”. Resulta significativo que toda percepción –esto es, toda percepción consciente– tenga las características de la imagen. Un dolor se localiza en alguna parte. Tiene un comienzo y un final y se recorta sobre un trasfondo; he aquí los componentes elementales de una imagen. Cuando alguien me pisa el talón, lo que yo experimento no es su pisada sobre mi talón sino una imagen de su pisada sobre mi talón reconstruida a partir de informes nerviosos que llegan a mi cerebro después que su pié ha aterrizado sobre el mío. La experiencia del exterior siempre está mediada por determinados órganos sensoriales y circuitos nerviosos. En este sentido, los objetos son creaciones mías y mi experiencia de ellos es subjetiva, no objetiva.

Sin embargo, no es una trivialidad observar que muy pocas personas, al menos en nuestra cultura occidental, dudan de la objetividad de datos sensibles tales como el dolor o las imágenes del mundo exterior. Nuestra civilización está profundamente basada en esta ilusión. (Bateson, Mind and nature, 31).

Se pueden hacer muchas objeciones a este pirronismo más o menos encubierto. La primera es que, si bien todo lo que compone el mundo exterior parece ser necesariamente una imagen mental construida por el sujeto, en esas imágenes se verifica cierta permanencia, aunque no sepamos en qué consiste el sentido o el contenido de ese permanecer. Los sujetos mueren, pero sus representaciones los sobreviven. Más aún, ellos mismos, que son imágenes para otros sujetos, permanecen como vestigios o –quizá– como huellas: en algún lugar del mundo se encuentra una parte ínfima –aunque muy tangible– de la uña de Aristóteles.

Tú misma: tu boca, tus manos muy pequeñas, tu vientre abombado, etc. Yo sé que eres una construcción imaginaria de mi sensibilidad y, hasta cierto punto, una desviación de mis sentidos y casi una perdición; y no obstante, aún sabiendo que eres eso, no puedo someterte a su regla. Tienes un principio que es mío y, en alguna medida que no puedo explicar, eres mía, pero solo allí donde yo estoy en ti como sujeto; es decir, como puro fantasma. En lo demás eres objeto, trascendencia, cosa; y puedes traicionarme, abandonarme, o permanecer indiferente a mí, como la piedra de una calzada cualquiera bajo los pasos de una procesión.

¡Cuánto nos gustaría que el mundo y el objeto de nuestro deseo fuera como la parte de nosotros de la que no podemos ser despojados! Tener el poder del demonio que perseguía a Macunaíma: aquel duende pícaro que se dejaba comer por Macunaíma y luego, cuando le llegaba su turno de comerse al héroe, para descubrir dónde éste se escondía, le bastaba con gritar: ¡Carne da minha perna! ¡Carne da minha perna!; y la pierna respondía al llamado del duende desde el fondo del vientre de Macunaíma: ¡Aqui, estou aqui!.

(Si yo pudiera hacer lo mismo…)

La muerte pone fin a esta injusticia porque, en efecto, si bien es la circunstancia que nos separa de todo cuanto han creado nuestros sentidos tras pasar una vida atados a representaciones queridas, también sirve como recompensa por todas las veces en que la extensión/creación de nuestros sentidos se hace indiferente a ellos. Con ella acaba la crueldad del mundo y se redimen todas las injusticias. Por muchas que sean las cosas que yo he creado y que me han dado la espalda, al morir, soy yo quien les da la espalda a ellas.

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