SAGRADO CORAZÓN

Ayer, en un precioso restaurante italiano del Poble Sec, en Barcelona, colgada entre muchos otros talismanes afines a sus propietarios, descubrí esta estampa

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del Sagrado Corazón de Jesús, que seguramente todos los católicos (y los que no son católicos) conocen bien.

El hecho no tendría mayor relevancia si no fuera que esta estampa –me atrevo a afirmar que es la misma imagen– figuraba entre las dos o tres que dominaron la escena de mi cuarto durante toda la infancia y desde entonces han quedado impresas en mi imaginación. Estaba allí por decisión inconsulta de mi (no tan) santa madre; cabe presumir que como divinidad protectora de quien esto escribe y de su extravagante hermano menor. Dar con ella ayer, por casualidad, fue un episodio harto significativo. Por una parte, confirma muchas de mis recurrentes afinidades con la imaginería italiana, sensiblera y devota hasta la superstición; y, por otra, remite a algunas de las taras y las tribulaciones sentimentales que, por desgracia, compartimos mi hermano Ramiro y yo. Porque: ¿qué es lo que expresa este Sagrado Corazón?

(Dices bien: “expresa”, pero no explica.)

Fíjate bien: Jesús aparece aquí como una figura de género indeterminado, un andrógino delicado de ojos tristes y entornados. La túnica que viste es de un rosa virginal y la cabellera que le cae por los hombros es femenina. Su masculinidad apenas se reconoce por la barba adolescente que le corre por el bozo, las mejillas y el mentón. Su ambigüedad es casi diabólica.

Mira el corazón: lo lleva en la mano izquierda, mientras con la derecha lo enseña (¿o lo ofrece como una prenda?). Es un corazón alado (aventurero), lastimado por la ristra de espinas y coronado por la cruz. Un corazón sacrificial y sacrificado, que resplandece –o sea que no puedes pasarlo por alto– y que tiene algo de obsceno porque está desnudo; pero su desnudez sobre todo hace que parezca muy frágil e indefenso.

La mirada de Jesús podría ser neutral, pero no lo es. Acompaña al gesto, expresa un “Aquí me tienes, abierto de corazón”; o bien, “Yo soy de los que llevan el corazón en la mano”. Y lo cierto es que, en alguna medida, durante toda mi vida no he hecho más que seguir este ejemplo. ¿Cómo pudo pensar mi madre que esta imagen podía protegernos? ¿No hubiese sido mucho mejor un Pantocrátor o un Jesús colérico expulsando a los mercaderes del Templo?

Hazme caso: cuida de los iconos que escoges para tus hijos, si no quieres que sufran.

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