SOBRE LO DIABÓLICO

El Diablo es bastante más que una mala persona. Mejor dicho, su capacidad de hacer el mal no consiste solamente en realizar malas acciones. El Diablo es diabólico por lo contrario: porque hace el mal incluso cuando sus propósitos parecen intachables. Ni siquiera es necesario que sean aparentemente buenos. Así pues, si el sujeto de una acción no puede ser identificado como bueno o malo por la índole de lo que hace, puedes estar seguro de que es diabólico; y diabólica es aquella acción cuyo contenido moral no puede establecerse a través de sus signos, tanto si nos han sido sustraídos como si están ocultos.

Lo diabólico está siempre enmascarado; si no, no tendría efecto. Por eso es tan ajustada su representación en las Diabladas, las abigarradas máscaras del altiplano boliviano.

El Diablo permanece oculto detrás de una máscara, pero no toda máscara es diabólica, como tampoco lo es necesariamente quien se oculta tras de ella. Ocultarse no tiene nada de malo (Dios también se oculta, siempre indiferente y en silencio, como el ser de Heidegger) Lo diabólico por antonomasia es el enmascaramiento que no recurre ni al engaño ni a la mentira sino al escamoteo de todo viso de realidad tras una cuasi-verdad, una ficción. Como lo característico de la ficción es mostrarse verdadera y falsa al mismo tiempo, en cuanto tiene de ficticio, en el arte siempre encontraremos trazas de lo diabólico; lo cual se deja ver, además, por lo difícil que resulta definirlo. Pero en el arte, el carácter ficticio es evidente y a menudo es una manera de hacer presente lo real, mientras que en lo diabólico la ficción enmascara lo real y, por otro lado, se oculta a sí misma.

El Diablo es aún más diabólico cuando se presenta como un dios escondido. Para hacerlo presente es preciso convocarlo o invocarlo a través de algún ritual satánico. Cuando comparece por sus propios designios es cuando resulta más dañino: personificado, encarnado, investido como el objeto de nuestro deseo que se levanta diabólicamente frente a nosotros como representación sustitutiva de lo real. Mijail Bulgakov captó con toda precisión el poder de lo diabólico en la primera parte de su novela El Maestro y Margarita, donde se describe la visita del Diablo, en la persona del mago Voland, que llega a la misérrima Moscú de los años inmediatos al final de la guerra, acompañado de un séquito de personajes siniestros: un hombrecillo de grandes gafas rotas llamado Fagot, una mujer pelirroja que se pasea desnuda y Popota, un enorme gato, de insólita mundanidad. Tras una serie de peripecias entre los funcionarios de la cultura soviética, Voland presenta su número en el teatro de variedades de Moscú y, al cabo de una breve demostración de sus extraordinarios poderes, consigue ganarse el asombro del público cuando invita a los asistentes a subir al escenario y, entre bambalinas, convierte sus andrajos en vestidos y trajes salidos de los mejores modistos occidentales. Su espectáculo llega al clímax cuando hace caer sobre el patio de butacas una lluvia de dólares americanos. ¿Cuál es el secreto de su poder? Interpretar cabalmente y hacer cuasi-reales los más queridos deseos de los desdichados moscovitas que padecen la penuria estalinista.

Entiéndaseme bien, no es diabólico el que colma nuestro deseo sino el que interpone entre nuestro deseo y lo real una máscara indescifrable. Diabólicos son el estafador, que se lucra a través de instrumentar nuestra codicia; la puta, que no tiene prurito en convertirse en el soñado objeto de nuestra lujuria y nos recompensa con un goce que no siente; y el narrador, que explota nuestra humana necesidad de encontrar sentido.

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