ICONOCLASTA

Mala idea la de hurgar entre fotografías viejas. ¿Para qué curiosear en ellas si lo que se ve ya no existe y lo que se saca en claro a partir de lo que ves, a menudo es inexplicable. Las instantáneas añaden un falso valor testimonial al momento que reproducen y lo convierten en acontecimiento, pero los acontecimientos no tienen valor por ellos mismos sino por el papel que cumplen en el proceso o la serie en que están inscritos. Es el proceso lo que importa, no sus hitos. Casi siempre volvemos a mirar una fotografía vieja impulsados por la memoria de ese proceso, aunque la serie de acontecimientos de la que esa fotografía es un hito haya terminado en desastre.

Por lo demás, una foto es un elemento muy poco fiable cuando se trata de hacer memoria. Una sonrisa de felicidad fijada por la instantánea, una mano retratada cuando acaricia amorosamente la nuestra, la expresión de un rostro, un paisaje radiante o un ambiente añorado no tienen mayor valor si la memoria recuerda que después de eso sobrevino una desgracia, un cataclismo, un crimen o una traición. Y, viceversa, una imagen de dolor, un rostro estragado o herido, una mano alzada con violencia en una riña o una escena dramática cualquiera carecen de sentido si vemos ese mismo rostro reparado o repuesto o a los contrincantes felices y reconciliados años después con su drama borrado sin dejar huellas.

Junto al portal de entrada al Castillo Real en Varsovia hay encuadrada una instantánea que muestra cómo dejaron los nazis el edificio: en la foto se ve una llanura devastada, cubierta de escombros irreconocibles. ¿Por qué está allí? Para dar una idea del esfuerzo realizado en la reconstrucción del castillo y de la crueldad y la saña de los alemanes durante la guerra; pero al mismo tiempo el visitante no puede reprimir la impresión de que eso no es un castillo sino un decorado de ópera.

Aún más claro es este otro ejemplo: ¿qué queda del horror de la guerra de Vietnam y del dolor de una niña quemada cuando se comparan la célebre imagen de Phan Kim Phúc corriendo desnuda tras ser rociada con napalm con su imagen actual, como una alegre ciudadana canadiense? La superposición de las dos imágenes es, cuando menos, desconcertante.

En un ensayo brillante sobre la fotografía incluido en una compilación de sus artículos (Estética sin territorio. Murcia: Fundación Cajamurcia, 2006, págs. 275-298.) Sigfrid Kracauer reflexiona con perspicacia:

Las imágenes de la memoria se comportan al revés que las fotografías: se amplifican hasta el monograma de la vida recordada. La fotografía es el sedimento lentamente depositado por el monograma y, de año en año, disminuye su valor de signo. El contenido de verdad del original permanece retirado, en su historia; lo que la fotografía capta es el componente residual que la historia ha despedido. (p. 286)

Es verdad, con el paso del tiempo, la foto cada vez significa menos. Si es célebre, como el retrato que hizo Korda del comandante Guevara, sirve como emblema de una camiseta o de valla publicitaria o de ilustración de portada en una revista; y, si es íntima o muy querida, se apaga o se desvanece y acaba –como todas las fotografías– vendida en colección en las mesas de los mercadillos.

La fotografía es lo opuesto de la historia. Para hacer historia ha de romperse esa continuidad superficial que ofrece la foto. ¿Qué sentido tendríamos de la duración si no fuera por las imágenes que nos traen representaciones de personajes o situaciones pasadas y que, como en el poema de Quevedo, parece que expresan el paso del tiempo? Hay un doble envejecimiento en la fotografía: envejece el tiempo fijado en ella y además envejece la foto como objeto. ¿Pero cuál es la relación entre estos dos procesos del tiempo? Se diría que el envejecimiento de la foto se añade al de la imagen que se representa en ella. Kracauer piensa que la foto presta imagen (duración) a los objetos representados, sacándolos del tiempo puro. El formato digital mantiene la imagen lozana como el primer día y da una falsa sensación de permanencia pero la facilidad con que accedemos a ella aumenta de forma vertiginosa la degradación de lo que significa; y al final, en la foto, uno mismo es un fantasma y el ser querido es tan solo una máscara.

Entonces, ¿para qué volver a mirar la foto de un ser querido o de un objeto o un escenario que ya no están si verlos en el retrato implica tenerlos fuera del tiempo? Mejor sería hacerse iconoclasta.

(Sí, creo que voy a destruir todas mis fotos.)

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