POLEN

El color es un extraño subproducto de la luz que, tras ser elaborada por nuestras facultades

(¿”Facultades”? ¿De quién? ¿Qué es lo que facultan? Si facultan entonces es que “hacen posible”, pero “hacer posible” no es lo mismo que ser. Una mera apariencia también puede “hacerse posible”.)

con la finalidad de distinguir entre los casos de lo que llamamos “objetos” y descomponerlos en sus “partes”, cumple infinidad de funciones simbólicas. Pero el mundo podría ser el mismo sin color alguno, como bien saben los perros y los murciélagos. Nuestra especie puede “ver” el color y, cuando así lo reconoce, es una gloria. El color de unos ojos, el color del mar y de la piel tostada por el sol (y me detengo aquí para no incurrir en demasiados lugares comunes). Allí, el color no es tanto una propiedad del objeto sino que el objeto oficia como un soporte para el color. Como en el polen.

La mirada de Wolfgang Laib tiene que ser especialmente sensible al color, de lo contrario no se hubiera percatado de que el amarillo no reside en el polen sino que sale de él como un resplandor. Véase. Del polen o de la arena. El motivo y la composición, que son casi infantiles, son lo de menos. Amarillo arena, espuma amarilla, la flotilla en el mar.

No se trata de mirar el objeto, o su color o cualquiera de sus “propiedades” sino, por lo contrario, se trata dejarse mirar por él. Deja entonces que el color del polen o de la arena hagan su trabajo y aguarda tranquila, que lo demás consiste en abandonarse a su contemplación.

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