FORMALIDADES (II)

Según Viktor Schklovsky, dos son medios por los que creemos reconocer cuándo hay arte en un objeto corriente, haya sido o no intencionalmente manipulado por el hombre. El primero es el que los formalistas rusos llamaron ostranenie: el extrañamiento o la desautomatización, que hace funcionar un objeto ordinario fuera de los parámetros para los que ha sido concebido. El segundo tiene lugar cuando, delante de una cosa, accedemos a una forma obstrusiva que se interpone entre nosotros y el objeto. El primer principio se limita a elevar a teoría el gesto del artista, sobre todo si es “de vanguardia”. El recientemente fallecido Arthur Danto renombró este procedimiento “transfiguración del lugar común”, que es lo mismo que el extrañamiento con los retoques necesarios para poder introducir las excentricidades de la post- o trans-vanguardia. Pero es el segundo principio de Schklovsky el que de verdad nos importa, porque de hecho subvierte la idea aristotélica de forma: totalidad, figura y medida que, según el Estagirita, nos permite llegar a captar el sentido de algo. En efecto, para Aristóteles, lo bello es la aparición, con medida y proporción adecuada, de una forma perfectamente discriminada en los límites de una cosa. En cierto modo esta idea es la que anima la mayor parte de las estéticas, desde el Renacimiento hasta el romanticismo. El propio Heidegger, pese a que era muy listo, afirma esa tontería de que “el arte pone por obra la verdad” y que la piedra del Partenón es más piedra que la roca que nos estropea el automóvil en una carretera cualquiera, porque él también piensa en la forma como el elemento sagrado o mágico o maravilloso de lo cotidiano que, en un acto casi sacramental, el artista «pone por obra».

Schklovsky afirma exactamente lo contrario. Para este formalista ruso lo bello no sería un elemento que nos habilita sino lo que nos impide quedar atrapados en la plenitud de lo real y dominados por la contundencia de la cosa, de tal modo que la forma –que es la lengua natural de lo bello– no sería una proyección de nuestras facultades estéticas sino un obstáculo para la experiencia simple. No faculta sino que obstruye, impide que algo –un cuerpo, un escenario, un sonido, un paisaje– sea considerado como tal. Mejor dicho hace manifiesto algo ocultando lo real con un plus de apariencia.

Ahora bien, la cuestión es saber si esa forma que obstruye la experiencia es derivada, o generada por el objeto; o bien si es dispuesta como ilusión deliberada por el sujeto. Aunque hay que decir que, planteadas las cosas de esta manera, no parece que hayamos avanzado mucho en el análisis estético.

(Salvo que estuvieras entendiendo mal a Schklovsky, cosa que no sería de extrañar.)

¿Cómo evitar la perogrullada estética? En realidad, lo que sucede es que la forma que obstruye no es la misma forma de la que habla Aristóteles: no es un esquema o una abstracción sino una estructura y su papel, por eso mismo, no es fundamental o fundacional sino cabalmente trascendental. Es reconocible por el sujeto porque hace posible el objeto. Cuando esa interposición se impone entre nosotros y el objeto, entonces es cuando decimos que hay arte. La estructura afirma la densidad del objeto como tal y, al mismo tiempo, lo que marca su diferencia respecto del objeto corriente. De este modo, sirve como modelo para comprender en qué consiste esa transfiguración o cómo se produce. Su papel no es mimético sino poético.

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