CRIMINAL

De pronto aparece el retrato de un criminal en la prensa, mientras camina esposado, fotografiado en algún momento de la instrucción de su crimen. La mayoría de las veces es muy poco lo que expresa su rostro, que permanece absorto intentando seguir las instrucciones que le dictan los policías y los funcionarios judiciales que lo acompañan. Su expresión se parece a la de los muchos rostros de criminales que cada tanto aparecen en los medios: una serenidad inexplicable, mezcla de embotamiento y abulia. Son cuerpos desentrañados, sin espíritu, entregados a un avatar que ya no depende de ellos, pero al mismo tiempo despejados o colmados, como si hubieran alcanzado una especie de satisfacción.

El crimen, mejor dicho, la condición del criminal una vez ha cometido su crimen, tiene que ser un alivio. Se especula mucho sobre la motivación del crimen pero casi nada sobre lo que sucede después. Se presupone que los criminales pasan por un largo proceso de elaboración de la mala acción y, en un segundo momento, cobran la dimensión de sus actos. Sin embargo, yo no creo en el remordimiento, ni que haya habido jamás un criminal arrepentido de lo que ha hecho. Las historias de las tribulaciones de los que se arrepienten suelen ser ocurrencias literarias; y tanto da que las firmen escritores de la talla de Dostoievsky. Lo mismo pasa con el nihilismo, otra fantasía de literatos. No existen los nihilistas autoconscientes (o sí, pero no son más que vulgares falsarios, impostores). El nihilismo solo existe en la literatura y en la (mala) filosofía posnietzscheana. El criminal justamente lo es porque ya no se amilana ante la nada ni tiembla por la culpa, tanto menos cuando ya ha cometido su crimen. Es más, el acto criminal, la mala acción, cualquiera que sea, solo puede ser premeditada; y nada premeditado sugiere que deba someterse a reconsideración posterior justamente porque ya ha sido ponderado en todas sus consecuencias. Lo verdaderamente doloroso para el criminal es el tiempo que pasa luchando contra sus malos propósitos. Si le cupiese un castigo adecuado, debería aplicársele mientras trama su crimen, porque solo entonces es sensible a la consciencia moral y al sentimiento de culpa, que siempre es previo al acto. Por lo demás, la culpa es un producto de la imaginación y la enorme mayoría de los malvados carecen de imaginación. Cualquier prurito que les asalte se disipa en el momento de cometer el crimen, que los libera de un juez mucho más implacable que cualquier tribunal: ellos mismos. Lo que sigue al acto criminal da lo mismo.

(Habría que revisar el sentido del lema de Fernando de Habsburgo: Fiat iustitia, pereat mundus.)

El crimen despoja al criminal del sentimiento de culpa y en cambio le permite reconocerse en otra condición, quizá liberado de algún demonio interior. Alguna vez he oído historias de boca de antiguos compañeros que pasaron años en la cárcel. Contaban cómo habían hecho estrecha amistad con algún interno en quién habían encontrado grandes cualidades personales solo para un buen día descubrir con asombro que ese individuo encantador, tan afable, franco y amigable, había matado a cuchilladas a su esposa y a sus dos hijos pequeños.

Los grandes canallas, los que traicionan a sabiendas, los que hacen daño con mayor o menor alevosía, los que faltan al amor o a la confianza depositada en ellos, los que matan o lastiman con crueldad o con ensañamiento, nunca sufren por sus actos. Imaginamos sus remordimientos porque los juzgamos desde nuestra propia impotencia y nuestra incapacidad para hacer un mal semejante, pero estamos engañados. La fortaleza de las malas personas es proporcional a nuestra debilidad moral a la hora de juzgarlas.

(Esa absurda idea del perdón.)

Más que aprender a ser justos, deberíamos aprender a ser implacables.

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