LA OPINIÓN

Lejos de querer ser como un anciano hastiado al que todo le parece mal, debo manifestar que siempre (o al menos en los años que llevo contemplándolo) he observado que la gente no tiene el más mínimo reparo en manifestar su opinión. Más aún, uno llega a ser descalificado y vilipendiado por no comulgar con el hábito de los todólogos de emitir veredictos constantemente.

Está claro que esto se debe la galopante alza en los últimos años de una vuelta a la valoración del individuo por encima de todas las cosas. ¿Qué más argumentos o mejor razón que la que supone mi criterio? Pero el riesgo está ahí de forma inminente: en cualquier local o conversación una señora fascinada con un viaje a la India hace dos años te termina recetando unas raíces que son “mano de santo” para curar tu dolor de espalda; una pareja de oradores inagotables arreglan el hambre en el mundo; y un taxista arroja a algún gremio a trabajar con “un pico y una pala” para demostrar vaya uno a saber qué verdad palmaria.

Hasta ahí, toda la ironía, la sagacidad y la mordacidad de este mundo compensarían una especie de “equilibrio universal” con respecto a los fenómenos de tertulia generalizada.

Lo grave aparece cuando la conversación se traslada a materia no opinable o cuando dicho tema requiere como mínimo un tiempo de reflexión. Es sorprendente como las personas entre sí se arrojan sus opiniones (tan firmes y tan reflexionadas como las que más) las unas a las otras dejando el diálogo en las antípodas de la comprensión. Si lo más importante es mí opinión, entonces no tengo que escuchar al otro. Da igual lo que me esté diciendo mi interlocutor, mi idea es más válida porque es mía. Quizás, hasta ahí esto sería válido, porque decimos que la empatía no es posible o porque nuestra mente no concibe nada más fuera de nosotros. Pero lo grave es que no se acepta esa limitación, y se busca la confrontación. El resultado es tan patético como absurdo: dos encolerizadas opiniones enfrentadas entre sí por no querer entender al otro, pero sobre todo, por hacer valer su parecer.

Infinidad de casos son los que nos podrían ilustrar aquí: gustos, colores, apariencias, estéticas y estilismos, etc., etc.

¿Y el que no se moja? En realidad, la opción de pensarlo todo, de reflexionar sobre una premisa inducida por el escepticismo o el relativismo ya es una novedad, una clara apuesta de firmes convicciones. Pero como la moda es así de cruel, el infeliz que no se atreve a decir la suya pasa hoy por hoy a ser el mojigato de turno, una suerte de gusano a abatir porque no deja ver lo que piensa y por tanto es un posible sospechoso para los que  han desnudado su inteligencia en una reunión social.

Bromas aparte, seguir por esta vía tiene sus riesgos. ¿Hasta dónde llegaremos asentándolo todo en nosotros mismos? Podemos opinar sobre la ecuación de Arrhenius, pero más allá de asentir ante la afirmación de que  es Captura de pantalla 2013-12-07 a la(s) 13.53.37tampoco permite mucho más contenido para la discusión. Todo lo demás se puede legitimar muy bien en una opinión personal, pero su sentido es dudoso.  Incluso el ámbito que aún sigue a salvo de esta irrupción todóloga, el quirófano, puede llegar a ser víctima de esta moda. Pronto llegará el día en que un paciente termine estirando la pata por haber obligado al cirujano a operarle según el criterio de sus lecturas en Internet y los consejos de una señora muy maja que le dio unas gotas buenísimas para los nervios, que es en realidad lo que le ha llevado a estar en esa camilla. Ahora bien, la satisfacción de morirse por sus propias convicciones y por culpa del inútil del médico que no le entendió bien no se la quitará nadie.

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