UNO MISMO COMO OTRO

Pongamos por caso el drama del farsante que, en términos generales, es el drama de aquél que se hace pasar por algo que no es.

Si examinamos la intención del farsante desde la perspectiva del mal que hace a quienes estafa con su comportamiento –lo que, desde luego, es muy válido– solo comprendemos una parte de su atormentada personalidad, porque si bien está claro que el farsante es un bribón, no toda farsa es una bribonada. Su patraña no es solamente eso.

Descontado el propósito básico, que es estafar al otro, ¿qué otra cosa se propone el farsante? Cuando un individuo se disfraza de lo que no es, cuando juega con su nombre propio y se reproduce en identidades ficticias o se diluye detrás de heterónimos (se me ocurren muchos casos significativos bastante ilustres: Pessoa, Bajtin, Kierkegaard, George Sand, etc.) su intención no consiste simplemente en engañar. El loco también suele cambiar de nombre (o incluso de sexo): Nietzsche es El Crucificado y Hölderlin, en sus años oscuros, se hacía llamar y firmaba Scardanelli. La estafa o la locura, aunque suelen estar presentes en la complicada naturaleza del farsante, no son las vías para comprender lo que éste busca.

Cada vez que nos miramos al espejo tenemos la ilusión de contemplarnos tal como nos ven los demás. El espejo es un agente despersonalizador, donde uno se ve y se piensa como otro. Pues bien, el farsante es uno que no se reconoce en el espejo. Peor aún, es uno que no encuentra el espejo fiel que le devuelva un rostro o una identidad que pueda aceptar como la suya propia. En suma, es uno que no puede ser otro. No se trata de que sienta vergüenza de sí, no es que esté insatisfecho consigo mismo. Muy por lo contrario, la estafa de los demás presupone que quien la lleva a cabo es capaz de un sofisticado mimetismo que le permite fraguar gestos, estados de ánimo, una indumentaria adecuada y un estilo, la cultura o el saber, la experiencia, el goce; y hasta la imaginación o la inteligencia que, por supuesto, también pueden fraguarse como la entonación de la voz y el acento. Para administrar con eficacia esa capacidad mimética se requiere no solo destreza en el arte del disfraz sino poseer además un enorme poder de seducción y la certeza de que, frente a uno, todos los demás son idiotas. No hay maquillaje ni farsa sin seducción que los convaliden; y tampoco hay farsante que no tenga delante de sí a un idiota. Así pues, cada vez que consigue convencer a su víctima, el farsante encuentra la complacencia consigo mismo y la prueba de su superioridad, que no le reporta su desvanecida imagen en el espejo.

Sin embargo, la ceguera de sí lo hace muy desdichado. Cada identidad fraudulenta se denuncia a sí misma y la vía de escape que se traza con ella es incierta puesto que en el torbellino de las identidades fraguadas los caminos del imposible encuentro con uno mismo se pierden y se trastocan pues cada uno de ellos conduce a ninguna parte. ¿Adónde va a parar entonces la estrategia de los que traman una farsa, por elaborada que sea? Cuando es torpe o elemental el farsante encuentra una tabla de salvación haciendo de su carisma una profesión: se convierte en predicador, curandero, sanador o pastor de almas; o bien se hace transformista, payaso o actor, para lo cual solo requiere que se le preste la ocasión o el argumento adecuados: una escena o, simplemente, la vida pública que es un inmenso teatro. En cambio, cuando es más artero, no necesita de una tramoya, el mundo entero se la proporciona: le basta con descubrir en los ojos –o en el deseo– de los que engaña el espejo que le falta para reconocerse.

Y fíjate qué cosa: en esa identidad subsidiaria y bastarda lograda por arte de simulación, al final consigue ser él mismo como otro y por unos breves instantes, los que dura el cuidado, la atención, el amor o la solidaridad del otro, el farsante es.

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