SOLEDAD

La soledad es como el ayuno, que duele y atormenta durante los primeros días y después da paso a una especie de templanza que es fruto del puro ejercicio ascético: el alma que se pliega sobre sí misma y vive de sí; y a veces parece como si fuera infinita.

Sin embargo, en la soledad no se encuentra ningún reparo, ninguna consolación; tampoco allí está lo que satisface. Ya lo advertía Nietzsche:

Habla el solitario: Como recompensa de mucho hastío, malhumor y aburrimiento –tal como necesariamente conlleva una soledad sin amigos, deberes o pasiones–, uno cosecha esos cuartos de hora de profundísima inmersión en uno mismo y en la naturaleza. Quien se atrinchera totalmente contra el aburrimiento, se atrinchera también contra sí mismo: nunca le será dado beber el más tonificante refresco del más íntimo pozo propio. (Nietzsche 1996, II, par. 200, 180).

En efecto, a veces en la soledad resulta insoportable tener que lidiar con la compañía de ese otro tan fastidioso: uno mismo. Ese del que ya no es posible escapar.

(Anda ya, hazme caso, cómprate un punching-ball.)

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