VINTAGE

Montan una feria de motos y automóviles antiguos en el circuito del Jarama, en las afueras de Madrid. Es un domingo luminoso, el día ideal para una feria al aire libre. Al llegar, ya se oye el estruendo de los motores. Hay gallardetes, todo tipo de tiendas y puestos donde se venden los gadgets que suelen buscar los aficionados a los vehículos antiguos: camisetas, insignias, piezas de recambio, etiquetas, posters, hamburguesas, etc. De pronto, en un recodo de la exposición veo avanzar una moto con sidecar conducida por dos individuos armados y vestidos con el uniforme de las Waffen SS. No les falta nada: llevan puesto el casco, las caramañolas, los correajes de cuero y esos cilindros que se usaban para las municiones; uno de ellos incluso luce una gran insignia triangular sobre el pecho, como las que usaban los furieles alemanes. Sobre la carrocería del sidecar va montada una Maschinegewehr 42, a medias cubierta por una red de camuflaje. Están impresionantes: parecen salidos de una película de la segunda guerra mundial.

Al doblar el codo veo de dónde viene la motocicleta: hay instalado un vivac completo de la Wehrmacht compuesto por dos camiones estacionados junto a otras dos grandes tiendas de campaña, un cañón antitanque, un nido de ametralladoras con otra MG 42, un blindado Kübelwagen, cajas de munición, fusiles Mauser, un puesto de comunicaciones de campaña y un centinela armado y vestido con el uniforme completo de fajina. Aquí y allá se pueden leer letreros en caracteres góticos que indican el nombre y número de la compañía de Panzergrenadier a la que se supone que pertenece el grupo de combate; y varios individuos de uniforme con el pelo rapado, la típica nuca del corte militar de los años cuarenta, que ocupan el tiempo conversando entre sí, mientras ordenan y vuelven a ordenar el escenario, sin prestar atención alguna al público que, mientras tanto, curiosea desde el otro lado de la alambrada de espino que rodea el vivac. Uno de ellos, que actúa como si fuera el oficial al mando, es un nazi perfecto: una parálisis facial le afecta la mitad de la cara y le produce una mueca natural, como una gran cicatriz, que hace más brutales sus facciones.

El público no siente ninguna alarma pese a que el escenario es, cuando menos, inquietante. Al contrario, se sacan fotos junto a los individuos disfrazados de nazis y, por un euro, están muy dispuestos a retratarse con las manos en el disparador de la ametralladora pesada que asoma por la torreta de uno de los blindados.

Pasada la primera impresión de asombro y desconcierto –¿cómo es posible que semejante demostración de apología de la guerra a través de la exhibición de parafernalia militar en su expresión más radical, no llame la atención de nadie?– comprendo que la escena forma parte de un culto y que la distancia que separa ese culto del otro que sirve como motivo para la feria es insignificante: ser aficionado a las motos Laverda de los años sesenta o conducir un Porsche Carrera 911, modelo 1970, a toda velocidad por el circuito del Jarama, no se diferencia casi en nada de disfrazarse de Panzergrenadier y empuñar un cañón antiaéreo desactivado. En uno u otro caso, los objetos involucrados son vintage y el goce de la antigualla no supone compromiso alguno –al menos no necesariamente– con lo que alguna vez pudieron representar. Esos objetos están ya desacralizados, secularizados y tan desactivados como los Mauser o las pilas de granadas que se acumulan junto al perímetro construido con sacos de arena en torno al nido de ametralladoras. Los dioses también han huido de aquí, diría un romántico alemán; y, tras su huida, han dejado detrás la tramoya y la mera pantomima de la guerra, pero ya no la guerra en sí, ni siquiera su épica imaginaria o su dramatismo. Solo la superficie de las cosas, como la víbora que al cambiar de piel deja el envoltorio de sí misma, hueco e intachable, pero sin vida.

No obstante, la tramoya es tan elaborada y detallista, tan exacta, que resulta asombrosa. ¿Cuánto dinero, cuántas horas de dedicación desinteresada y vocacional y cuántas reuniones han sido necesarias para realizar un montaje que, en última instancia, solo sirve para que los visitantes domingueros se saquen una foto? Alguna gratificación habrá para sus organizadores. ¿Sirve solo como escenario para la foto o –como afirma uno de los folletos que reparte el grupo organizador– para difundir la “cultura militar”? No únicamente, por supuesto. No parece que estos individuos hayan votado a la izquierda, pero esta constatación que hago para mí mismo es irrelevante: unos metros más allá de la Panzerkommandantur simulada hay otro vivac, también con un grupo de individuos disfrazados de soldados de la 9 brigada de infantería republicana: el mismo despliegue de militaria, aunque esta vez presidida por la bandera tricolor de la República.

¿Cuál es la recompensa? El culto de lo vintage conlleva una especie de reparación simbólica a quien lo practica. En este caso, se traduce en un elaborado disfraz compartido por un grupo de individuos que han sucumbido a la fascinación del fascismo, como la llamaba Susan Sontag (otra observación irrelevante: si Heidegger cayó fascinado por el nazismo, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo con un grupo de individuos que, con toda seguridad, son mucho más simples que Heidegger?). Sin duda, su afición es algo siniestra, pero la verdad es que el público del Jarama no lo juzga así, probablemente porque ve en la tramoya un montaje semejante al que asistí un día antes en una calle del barrio de Atocha, donde, tras cerrar el acceso a los automóviles, se había montado una feria de «antigüedades» –mejor dicho, de cachivaches, cuyo único valor era ser viejos–, una brocanterie al aire libre sin propósito ni justificación, porque sí; y con gran éxito de público, por cierto. Feria de antigüedades que no eran tales, concebida para un público que no sabe nada ni de antiques ni de brocantes, pero que goza con la recreación del ritual y que, por una vez, puede simular ser un refinado connoisseur y autogratificarse con ello, lo mismo que estos normales ciudadanos no tienen empacho en disfrazarse de soldados de pacotilla, nazis o republicanos, para una feria de domingo en el Jarama.

Nuestras sociedades están llenas de pequeños círculos de figurantes anónimos que, como en un inmenso baile de Carnaval, circulan disfrazados de alguna investidura noble o trascendente. Los hay que lo hacen a ojos vistas, como las Drag Queens o los miembros de las llamadas tribus urbanas (los góticos, los mods, los rockers de Harley-Davidson o los que se cubren el cuerpo de tatuajes, como los piratas del Caribe) pero también están los que van de artistas de vanguardia, de femmes fatales, de James Joyce o de John Travolta; los que reconstruyen los grupos literarios de los treinta o se emborrachan a consciencia buscando los mismos cocteles que bebían Hemingway, Jack Kerouac y la Generation Beat de los cincuenta; y los que coleccionan obsesivamente cualquier cosa que huela a antiguo: bastones, libros, juguetes, discos de vinilo, cartas, primeras ediciones, autógrafos, vestidos de boda, insignias soviéticas o trozos del muro de Berlín, etc.

La proliferación de estas religiones menores es inofensiva y, llegado el caso, se diría que incluso es saludable, aunque a veces suscita la impresión de que tras ella se oculta una tremenda miseria espiritual, puesto que, cuanto más elaborado es el disfraz más parece que debajo de él no hay nada.

Y, con este pensamiento un tanto sombrío, me monté en mi moto Royal Enfield modelo 1950 y emprendí el regreso a Madrid.

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