EL CAMIÓN

El Loco Mario es muy conocido y respetado en el barrio. Lo llaman “Loco” porque es intempestivo y – según dicen– puede ser muy violento. Es el jefe de una pandilla local, una de  las dos o tres que se mueven por la zona. El barrio del Loco Mario no es muy grande. Se extiende a un lado de la carretera que sale desde la Avenida del general Paz y atraviesa el Partido de San Martín, hacia el norte. A él se entra por una calle semiasfaltada que está justo después de la enorme fábrica de Siemens, a la derecha de una estación de colectivos que todo el mundo llama “La Curva”.

En el barrio afirman que el Loco Mario ha estado preso por una muerte. Es un tipo fornido, de rasgos brutales y manos grandes. Se gana la vida conduciendo su camión. Él y sus compañeros necesitan ese camión para ir a Ezeyza. Es muy posible que Mario haya cometido algún delito, porque delinquir es algo que casi todo el mundo  ha hecho o está a punto de hacer allí, pero lo único que importa es que tiene un camión, casi siempre estacionado delante de su casita.

Las casas del barrio son bajas y casi todas están a medio construir, con el ladrillo a la vista y sin revoque y la carpintería de las puertas y ventanas a medio pintar. A veces alguna casa está encalada, pero la decoración es torpe y austera, los muebles son muy sencillos, con sillas de madera y paja junto a alguna mesa de pino barato o de chapa de fórmica o de watambú. No hay lámparas ni cuadros y en ellas la luz sale de una bombilla sin pantalla que cuelga directamente del cielorraso. En las paredes hay gotas de sangre seca allí donde alguien ha aplastado algún mosquito, manchas de hollín o de aceite, chinchetas, clavos torcidos y, a menudo, algún almanaque clavado en el centro de una pared desnuda.

(¿Por qué se usarán tanto los almanaques en este medio en que el tiempo no parece que transcurra, donde todos los días son iguales y todas las horas parecen la misma hora?)

El día de la negociación él entró a la casa del Loco Mario acompañado de Guarincho, su amigo y contacto en la zona, A él se lo conoce por “Emilio”. Quería llamarse Emiliano, por Emiliano Zapata, pero a último momento esa coquetería le dio vergüenza y se dejó “Emilio”, que es un apelativo trivial y sencillo y más de la tierra. Qué más daba un apodo que otro. “Emiliano” era sin duda un nombre histórico y desde luego muy novelesco, pero su tarea no se parecía en nada a una novela.

El Loco los recibió rodeado por su gente en el fondo de una habitación que estaba medio a oscuras. Saludó a Guarincho y enseguida se sucedieron las presentaciones: un escueto apretón de manos sin mediar palabra mientras sus ojos lo examinaban con cuidado. De manera muy formal Guarincho le explicó el motivo de la visita, con su acento zezeoso venido del campo de la provincia de Entre Ríos. Lo presentó como un buen compañero que estaba allí para ayudarlos. Habló de justicia y esperanza, invocó a Perón y a los trabajadores y dejó caer las palabras mágicas: la lucha y la organización, ambos conceptos muy vagos, ideales u objetivos que había que lograr aunque ni Guarincho ni mucho menos él mismo sabían en qué podían consistir. En realidad, “organizarse” era la etiqueta de un cambio de conciencia o de estado que les permitiría acceder a otra experiencia. La diferencia que lo separaba de los demás era que, aun cuando él no sabía en qué consistía estar organizados, sí estaba en condiciones de explicarlo y además estaba guiado por una poderosa voluntad. Llegar a trasmitir esa voluntad era algo mágico y trascendental.

Mario se mantuvo en silencio sin prestar atención alguna al discurso negociador de Guarincho. Parecía tener la mente ocupada en cualquier cosa, pero él sintió que no le quitaba los ojos de encima. Lo mismo hizo él, guiado por una especie de sentido fatídico del deber. Tenía que hacerlo, estaba allí para eso, era su función y su obligación. Nunca ha vuelto a tener ese sentido del deber. Las dos cosas que le complacían de su tarea eran la experiencia de no ser el mismo sino otro, como una identidad doble y consistente, la de dos almas encerradas en el mismo cuerpo; y la experiencia del deber, que no sentía como una forma de enajenación –aunque seguramente lo era– sino de extrañamiento: por una vez, conseguía dejar de ser  yo –EL–, no le estaba permitido serlo sino que debía pensar y actuar como ese otro que conocían  Guarincho y el Loco Mario. Había asumido ese mandato como algo natural y espontáneo, como una profesión de fe.

Permaneció firme y en silencio y, cuando parecía que el alegato de Guarincho para ganarse el favor de Mario fracasaría, el Loco hizo un gesto de decisión, se puso de pie y le dedicó una sonrisa franca y cómplice, como si lo hubiera reconocido. Trato hecho, tendrían camión.

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