EL UNIFORME

El comienzo del año en tierras australes es algo anómalo. El calendario marca que sea en los días de enero pero en realidad la vida del nuevo año comienza mucho más tarde, al final del verano, pasados enero y febrero, que son los meses de las vacaciones. Para él y para sus hermanos el año empezaba con el día en que se compraban los uniformes y los útiles para el colegio. Era una sola compra que duraba casi toda una mañana y se realizaba en unos grandes almacenes llamados McHardy-Brown, situados en la esquina de la calle Florida con Cangallo, en pleno centro de Buenos Aires.

No había mucho que esperar de esta compra programada, ninguna novedad digna de ser anotada como no fuera la convalidación de un protocolo riguroso, lo que era hasta cierto punto lógico, puesto que se trataba de un uniforme reglamentario. Para él y para su hermano menor la pieza principal era el blazer de paño azul oscuro, de tres botones metálicos dorados. Como alternativa existía una variante admitida por el colegio y que consistía en una chaqueta corta de corduroy azul hasta la cintura, ceñida con un moderno cierre de cremallera y rematada en los puños de las mangas con una banda de tejido de punto elástico. Sin embargo, esta fórmula, que daba a los alumnos del colegio una mayor ligereza en los movimientos, era desechada por el padre de él, que consideraba las modas importadas de los Estados Unidos –las gorras de visera tipo béisbol que usaba Perón, las zapatillas deportivas, las camperas, los calcetines cortos, etc.– signos de pésimo gusto. Lo mismo pensaba acerca de las camisas blancas: su padre sostenía que la combinación correcta para conjuntar con el blazer de paño debía ser la camisa celeste, desafiando de manera abierta las instrucciones del colegio, que exigía que la camisa fuese blanca. No hubo manera de hacerle cambiar de parecer, su padre nunca transigió y el colegio terminó por aceptar el celeste. La camisa, por otra parte, debía ser de manga larga, lo que suponía un inconveniente adicional puesto que en McHardy-Brown no había camisas celestes de manga larga para tallas infantiles, de tal modo que él usó durante toda su niñez unas camisas de amplios faldones pensadas para adolescentes y mangas larguísimas que por fuerza había que retocar cosiéndoles unos pliegues a la altura del brazo o, si no, doblando los puños.

La corbata del uniforme no planteaba problemas, pues era siempre la misma corbata de rayas blancas sobre un fondo azul oscuro, aunque era preciso comprar una nueva cada año puesto que la del año anterior solía estar mordida y deshilachada y toda manchada de grasa y restos de comida. El colegio exigía que el blazer llevase cosido sobre el bolsillo izquierdo de la pechera el badge de la institución, con el dibujo de un típico blasón escocés bordado en hilo blanco con dos cardos entrelazados y el lema, Sic itur ad astra. Lo habitual era que fuese el mismo badge reciclado del uniforme del año anterior; o sea que solía estar algo ajado y marcaba un feo contraste con el uniforme nuevo. De todas formas podían pasar meses hasta que su madre se decidiese a hacer que alguien, alguna costurera o mucama, lo cosieran en el lugar determinado. Ella se negaba de manera sistemática a hacerlo, lo mismo que rechazaba realizar cualquier tarea de las consideradas domésticas y que entonces estaban reservadas a las mujeres; y solo se avenía a ocuparse de ellas cuando a casa llegaba alguna recriminación por parte de las autoridades del colegio exigiendo que se cumpliera el reglamento del uniforme.

El uniforme se completaba con unos pantalones largos de franela. Él recuerda haber usado pantalones cortos, también de franela, pero muy al principio. El paso de los pantalones cortos a los largos tuvo lugar tras la inevitable negociación con sus padres que, por norma, solían resistirse a dar cualquier concesión a sus hijos, por razonable o atinada que fuese, lo cual estimulaba en ellos una necesidad imperiosa que luego, inexplicablemente, sus padres recompensaban con creces, incluso por encima de las expectativas de sus hijos. Así, él fue de los primeros en usar pantalones largos en su promoción y el primero en recibir un estipendio semanal para sus gastos, de tal modo que, de buenas a primeras pasó de la indigencia a disponer de dinero por encima de sus necesidades. Con relación a los pantalones, su padre también era muy estricto, exigía que fuesen de “franela peinada” y no gruesa, puesto que esta última estaba considerada como apropiada solo para el uniforme de los ordenanzas. Tampoco podía ser sarga ni cheviot sino una franela de un gris de tonalidad media y equilibrada, ni muy claro ni muy oscuro, ligera y muy suave, que al final del año se pelaba a la altura de las rodillas y que fatalmente acababa por descoserse en la entrepierna. El pantalón debía ser de pinzas hacia dentro y las perneras rematadas en vueltas que su padre insistía en llamar “botapiés” y no “botamangas”, como las llamaba todo el mundo, aduciendo que solo era correcto hablar de mangas con relación a los brazos y no a las piernas, a lo que añadía algún argumento académico o idiomático más o menos atrabiliario. Había una regla para establecer el rango de la pernera del pantalón: un poco más largo a la altura del talón, cuidando que la caída de la franela formara un solo pliegue –y no dos– sobre el zapato.

De todas formas, el rubro más importante en la compra anual del uniforme eran los zapatos. En materia de calzado su padre era especialmente meticuloso y exigente: habían de ser unos brogues negros pespunteados, de doble suela de cuero, nunca de goma, lo cual implicaba para él una considerable desventaja frente a sus compañeros de colegio, que iban calzados con unos envidiables zapatos semi-industriales, de cuero encerado y opaco y suela de goma antideslizante que les permitía correr en el patio durante los recreos y jugar con eficacia al fútbol. Se llamaban Gomicuer, marca que no dejaba lugar a dudas sobre el material empleado. La elección de los zapatos no era negociable: su padre exigía además que los cordones fueran de algodón, planos y no redondos y, como única concesión práctica, que pasaran por el zapatero para que les añadiese unas chapitas metálicas en las punteras y en un lado del tacón, a modo de refuerzo. Con el uso continuado, las chapitas acababan por desprenderse de la suela y colgaban del zapato, dejando rayaduras en la madera del parquet con cada pisada.

Esos zapatos solo los tenía McHardy-Brown. Olían fuertemente a cuero y crujían de una manera inconfundible al caminar con ellos; para él, los zapatos del uniforme, flamantes y lustrosos, eran el signo propiciatorio del año que comienza. Con ellos él aprendió a reconocer y gozar con ese crujido en otros objetos también de cuero: en las sillas de montar y en las cartucheras de los grandes portafolios marrones que también formaban parte de la compra anual del uniforme. Nada comparable a ese característico olor penetrante del cuero argentino cuando está nuevo y que, con el tiempo, acabó por ser un emblema de lo auténtico por antonomasia.

Aunque era un simple uniforme de colegio privado, no le fue difícil descubrir casi enseguida que se le podían hacer un buen número de variantes, a menudo sugeridas por compañeros que él admiraba o pretendía emular. Por ejemplo, no eran lo mismo los botones dorados si eran planos o abombados y redondos, así como había muchas maneras de llevar la corbata, anudada al revés, o semioculta entre el segundo y el tercer botón de la camisa, un poco abombada para que pareciese un discreto foulard. El uniforme le permitió desarrollar una coquetería íntima y distinta que era por una parte mera emulación de la de su padre; y por otra, un sentido de la variación del que nunca ha conseguido desprenderse y que se le impone como una regla gozosa que los demás pocas veces perciben; y que, si alguna vez la detectan, no entienden. Podría pensarse de él que es un niño que va siempre disfrazado pero en realidad no hay tal disfraz sino el mismo uniforme que a él le sirve para mirarse, vigilarse, escrutarse, en un examen permanente e implacable que se impone todo el tiempo sobre sí mismo.

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