CHELSEA

Las calles de Chelsea están desiertas mientras él arrastra la maleta una tarde de mediados de agosto. Sus ojos tratan de acostumbrarse a los rótulos de las tiendas y a las discretas indicaciones escritas en carteles a la entrada de los edificios: uno indica por dónde han de proceder los servicios, el otro que hay un apartamento en alquiler; y aquel otro, que está prohibido pisar la hierba. Se usan frases cortas que le cuesta descifrar. Gira por un sendero que atraviesa una mancha de césped y desemboca en la entrada de su edificio, que por fuera parece un hospital.

Lo reciben los dos porteros de la tarde y a él le parece que lo miran con desconfiada cortesía aunque ninguno de los dos hace ademán de impedirle el paso. Se limitan a preguntarle cortésmente qué lo trae por ahí y, de pronto, él descubre que no lo sabe, lo único que atina es a dar los nombres de los amigos que le han prestado su apartamento en Chelsea para que él pase unos días, pero esa información a los porteros les trae sin cuidado, así que intenta que le disculpen su despiste, les dice que no recuerda…

(¿Qué es lo que no recuerda? Él nunca se olvida de nada. Lo recuerda casi todo…)

Busca la construcción adecuada en inglés para advertirles que no recuerda ni la planta ni el número del apartamento que va a ocupar, pero una incómoda e inesperada timidez le juega una mala pasada. ¿Cómo demonios se dice “la planta del apartamento” en Inglaterra? Él lo sabe, pero eso tampoco lo recuerda. My mind’s in blank, se dice, pensando innecesariamente en inglés.¿Plant? No, eso es una factoría en los Estados Unidos. ¿Level? No, eso es la categoría de un determinado nivel espacial en una propiedad horizontal y él no busca un level sino la planta de un apartamento. Ah sí, flat, pero flat es el apartamento en sí y eso es precisamente lo que no sabe ubicar. Está claro que va a un flat, entre otras razones porque en ese edificio solo hay flats. Empieza a notar que los porteros están algo desconcertados: si les ha dado el nombre de sus anfitriones, tendría que saber en qué lugar del edificio está el apartamento donde tiene la intención de instalarse; pero es inútil, no es que no lo recuerde, la verdad es que no lo sabe. Intenta entonces darles una explicación consistente y coloquial pero le sale un acento posh exagerado. Qué cosa más ridícula. Imagina cómo lo escuchan, porque él mismo reconoce su acento afectado y la innecesaria petulancia de su manera de pronunciar el inglés; pero no hay nada que hacer, sería incapaz de hacerlo de otra manera, él tiene una capacidad innata para imitar el habla ajena, los acentos, las pronunciaciones, la entonación o el timbre de una frase cualquiera, es un perfecto loro; y es algo espontáneo, le sale así. Oírse hablar un inglés tan amanerado le produce un repentino ataque de vergüenza y se hunde en una incómoda zozobra frente a la pareja de porteros que de pronto se le representan como dos suspicaces agentes de policía.

Ha adquirido esta debilidad –el sentimiento de pasar vergüenza– a consecuencia de la educación familiar. A él y a sus dos hermanos menores se les impartió el prurito de la honorabilidad en forma de una regla estricta y al mismo tiempo indeterminada que en su formulación abstracta suena algo así como: “Que nunca se diga de vos que, etc.”, regla que desplaza el pudor, sentimiento tanto más aconsejable cuando se trata de mantener unas cordiales relaciones con los demás. No cabe duda de que ese adoctrinamiento recibido de sus padres dio resultado porque consiguieron hacer de él un individuo que no tiene pudor alguno en lo que hace. Como su padre, que no veía inconveniente en pasearse por casa en paños menores delante del servicio porque, decía, “La servidumbre no tiene sexo”: boutade que a él le parecía impostada y que en cambio su padre consideraba muy elegante.

El caso es que él tampoco tiene pudor y en cambio la vergüenza se le impone como una enemiga implacable, siempre al acecho en todo lo que hace. Sufre más el reproche que se hace a sí mismo por haberse prestado a alguna iniquidad ajena que la maldad que puedan haberle infligido los demás. Algunas veces ha pensado que haberlos educado así, tan sensibles a la vergüenza, tenía el propósito de hacerlos más fuertes y resistentes a las contingencias desfavorables en la vida –más íntegros, como suele decirse (aunque él nunca ha sabido qué se quiere decir cuando se habla de la “integridad” de un individuo)–; pero al final resultó que la moral de la vergüenza que regía en su casa familiar acabó por convertirse en una cruel perseguidora aliada de las malas personas: cualquiera puede con él, con solo que se las ingenie para conseguir que pase vergüenza.

La moral de la vergüenza consiste en un puñado de reglas íntimas y personales que no se comparten y no se pueden explicar. Prolongan una afrenta recibida y le añaden un plus de humillación, de tal modo que cualquiera que sea el daño recibido, se convierte en escarnio; y el agravio sufrido dura mucho tiempo porque el sentimiento de la vergüenza no viene de fuera y rara vez es inducido por otro sino que está animado por uno mismo: uno acaba por convertirse en su propio perseguidor. Por ejemplo, cuando se es objeto de una traición, se sufre además la vergüenza de pensar que el traidor se ha permitido la audacia de traicionarte. ¿Fue un error de sus padres haber concebido semejante moral como pauta de conducta? Más bien parece que fue una manera de compensar lo incapaces que eran de impartir a sus hijos las reglas sociales asumidas y convencionales, quizá porque ellos las rompían una y otra vez con soberbia y obstinación, como cuando hacían un culto del amor conyugal, que era expuesto a la mirada de sus hijos sin tapujos, con besos, abrazos, caricias, regalos, elogios y todo tipo de declaraciones, pese a que se admitían de hecho todas las infracciones y las faltas y se toleraba la infidelidad hasta la desvergüenza. A la hora de decidir, él nunca sabía dónde estaba lo correcto: ¿había que ser fiel o aceptar la infidelidad como una regla tácita de vida? Imposible saberlo. La fidelidad era un signo de nobleza pero la infidelidad era la prenda de la libertad. ¿Cómo decidir entre ellas? Era como si cada regla dictada y expuesta, al mismo tiempo que marcaba una norma de vida, necesariamente dibujara con toda precisión la excepción o la anomalía válida de tal modo que, a fin de cuentas, él nunca sabía si lo correcto era seguir la regla o permitirse la excepción. De lo único que estaba seguro era de que no había que pasar vergüenza.

La vergüenza era pues un rasgo de honorabilidad pero sin contenido moral alguno. En suma, que él y sus hermanos fueron víctimas inocentes de esa curiosa manera de administrarla y, en general, algo indiferentes frente al sentimiento de culpabilidad. Podrían haberse convertido en tres psicópatas infelices, pero solo les alcanzó para añadir algo más de infelicidad a la vida ordinaria; él puede sentir (y sufrir) la culpa, pero la culpabilidad nunca le ha servido para establecer una pauta de conducta. Es capaz de soportar y asumir sus cargos de consciencia pero frente a la vergüenza no sabe qué hacer. Peor aún: la desvergüenza ajena lo paraliza, lo deja perplejo.

A cambio, él y sus hermanos comparten una misma actitud arrogante –el orgullo es el lado visible de la vergüenza, que a veces se confunde con el descaro– que les sirve para compensar cualquier daño que puedan sentir a causa de ella; y como cualquier situación puede hacerles daño, para protegerse de golpes imaginarios se muestran altivos. La arrogancia les sale naturalmente en forma de comentarios implacables o de impostada autosuficiencia; o en algunos gestos característicos, como mirar a los demás con impudicia y sin el menor respeto, como se mira a una res en una exposición ganadera. Ninguno de los tres ha sabido cómo controlar esa arrogancia que enmascara la vergüenza y se manifiesta en súbitos arranques de agresividad dirigidos contra los demás. Son agresivos, o llegado el caso, incluso violentos, pero solo por el gesto, porque en realidad lo que expresa su conducta es el amargo reproche que su consciencia moral avergonzada descarga sobre ellos mismos.

Como cabe esperar, los porteros del edificio se muestran totalmente indiferentes a estas tribulaciones suyas en el breve intercambio frente al mostrador de la entrada. Aceptan con paciencia que balbucee en un inglés afectado y unos segundos después uno de ellos adelanta:

Number ninety, fourth floor.

(O sea que planta era floor…)

En el breve trayecto en ascensor a él le da por pensar en homofonías imposibles para floor, entre su lengua española y el inglés y en el hiato semántico que separa ambos sonidos, que bien podría representar lo mismo que la distancia que lo separa de las costumbres inglesas locales. ¿Por qué al oír floor no entiende flor si, en el fondo, del concepto solo percibe el sonido de la palabra? Y esta gratuita cuestión fonológica lo lleva a pensar sin solución de continuidad que, frente a un badulaque que vacila, él no habría actuado como los porteros ingleses sino con fastidio; y sin embargo, no ha habido ni asomo de descortesía por parte de los servidores sino, cuando mucho, una delicadeza que su hermano menor calificaría como típica de la aloofness británica, que consiste en tratar al otro con deferencia, observarlo con objeto de marcar superioridad de forma doble: mirándolo de arriba a abajo pero sin faltarle el respeto, como si se tratase de enseñarle a reconocer que en este mundo hay unos que ocupan por derecho un nivel más alto y, de paso, mostrarles la índole de esa superioridad, que los británicos consideran que les ha sido dada a ellos por naturaleza. El portero ha estado correcto: ha dejado que él tropezara con el inglés y enseguida lo ha sacado del atolladero.

Mientras abomina de si mismo por su torpeza, a solas en el ascensor que sube hasta la cuarta planta, percibe el olor que despiden los pasillos del edificio: un tufillo algo rancio, de platos recocinados y grasientos, olor a humedad y a encierro seguramente agravado porque las puertas vaivén de los corredores, pensadas para frenar las corrientes de aire en los días muy fríos, impiden la ventilación, a lo que se añade el efecto del calor que, de forma imprevista en esa época del año está instalado en Londres desde hace más de una semana, empujado por los aires africanos que atraviesan todo el continente europeo. Un olor penetrante que despiden las maderas cubiertas de barniz viejo y la mugre pegada sobre la gruesa capa de pintura que cubre las paredes interiores del edificio.

Londres es una ciudad olorosa. ¿Reconocerán ese olor los londinenses que han sabido sacar partido de sus propias inmundicias y miserias y se las han arreglado para elevar su desorden al nivel de signo de distinción? No hay casa inglesa que no deje ver una delgada capa de mugre sobre sus muebles y sus objetos, que sus propietarios armonizan con su característica distinción para el desaliño estudiado: una casaca les resulta más elegante cuando falta en ella un botón y los zapatos les parecen más atractivos cuando han pasado por varias jornadas de lluvia y barro. Uñas y dientes sucios o manchados, uniformes viejos, libros usados, alfombras deshilachadas: en cuanto se atraviesa la fina pátina de confort y modernidad desplegada en las últimas décadas, inusitadamente prósperas, aparece la Inglaterra de siempre, con su hollín, sus papeles viejos y sus desechos industriales y su mugre distinguida.

Y así, pensando en su vergüenza y en ese desaliño británico que a Kant le parecía que servía para estimular la imaginación, abrió la puerta del apartamento en Chelsea y, como solo recibimiento, otra bocanada de calor.

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