GASTRONOMÍA

Se cambió de ropa, se acicaló y salió por la puerta lateral del pabellón de la Cité, en dirección al boulevard Jourdain, al final de una tarde muy fría y húmeda, a la hora en que abren los restaurantes universitarios; pero enseguida cambió de parecer y en lugar de elegir la puerta principal que da al parque de Montsouris, se dio una vuelta por los jardines que rodeaban las diferentes residencias estudiantiles nacionales que conforman la Cité Universitaire de París. Tomaría el camino alternativo, hacia la Porte de Gentilly, para alcanzar la parada del autobús 14. Su cita era en el Marais, pero era temprano y tenía algún tiempo para distraerse.

Atravesó una gran explanada verde que en verano usaban los estudiantes para jugar al fútbol y que ahora recorrían dos de ellos, bordeándola al trote. Reconoció a uno: iba enfundado en un chándal azul con dos bandas blancas en las mangas. Lo había visto otras veces: un tipo de ojos grandes y redondos y tupida cabellera castaña que le caía sobre la frente y le obligaba cada tanto a despejarla con la mano derecha. Era algo atildado y coqueto, así que no le sorprendió que también esa tarde hubiese cuidado su indumentaria para hacer deporte. Corría sin mucha gracia y con esfuerzo: parece un osito, pensó.

Cruzó la calzada pasando frente a la Maison du Liban y, al cabo de unos metros, alcanzó la terraza de entrada al restaurante central, un gran edificio de estilo normando, con altas chimeneas de piedra y enormes ventanales que remataban en toldos deshilachados, casi todos cerrados. Desde lejos parecía la sede de un club de golf o una gran residencia burguesa de verano como las que todavía se ven en los antiguos balnearios de Deauville y Trouville, en la costa de Normandía, pero con solo aproximarse era evidente que no lo era. Las ventanas estaban desvencijadas, el barniz de las maderas se había secado y convertido en placas enmohecidas y sucias. Sobre la terraza, la maleza asomaba entre las baldosas de piedra del portal y los muros laterales y las paredes del gran hall de la entrada, estaban cubiertos de pancartas y consignas revolucionarias escritas con aerosol en francés y en árabe.

El edificio tenía dos plantas, aunque él nunca supo para qué servía la planta superior y, de hecho, no parecía accesible al público. En la planta baja funcionaba el restaurante. Ya desde el acceso se olía el tufo que salía de las ollas donde se guisaban los menús recalentados durante horas y se oía el ruido de las puertas vaivén de las cocinas y el bullicio de las voces de los clientes, distribuidos en grupos por las largas mesas del amplio salón comedor iluminado con neones. En las horas de mayor concurrencia siempre había que hacer cola para entrar y estar preparado para tener que comer entre pedazos de pan, charcos de sopa, platos y cubiertos usados y servilletas sucias desparramadas sobre las mesas. La comida no podía ser más anodina: la mayoría de las veces, un rancho desabrido que sabía siempre a lo mismo. La única ventaja que tenía comer allí era el precio de la carta, que era muy barato. Había dos tipos de menús: el básico, que consistía en verduras hervidas y spaghetti o arroz con pulpa de tomate, cuando mejor, salpicados de unos granos de carne picada y acompañados de un huevo frito; y otro, más caro, que incluía las inevitables verduras y, como segundo plato, pollo, roast-beef  o cerdo, a veces empanado, con una ensalada de patatas acuosa y desabrida. Barato o no tan barato, en cualquiera de las alternativas, el precio era adecuado a los bajos estipendios que recibían los becarios y, sobre todo, era accesible al presupuesto de los muchos inmigrantes, en su mayoría magrebíes, que solían acudir a esos comederos.

Los restaurantes universitarios estaban repartidos por varios puntos de París y no todos servían lo mismo y de la misma calidad. En los de mejor reputación no se permitía el acceso a los indigentes o a los inmigrantes y se reservaba la entrada a los estudiantes, siempre que vinieran munidos del correspondiente carnet. Él había oído con atención las recomendaciones de sus compañeros de la residencia que aconsejaban variar de comedero según los días de la semana y según la hora de la colación. Curiosamente, no siempre los sitios recomendados para el almuerzo eran los mismos para la cena: a él le llamaba la atención que alguien se hubiese puesto a pensar en esas sutiles diferencias. Siempre que topaba con este grado de discernimiento sentía admiración por el género humano: los humanos, en cualquier ámbito, se pasan la vida estableciendo criterios y jerarquías, o bien ajustan prioridades con objeto de fundamentar una preferencia que, a fin de cuentas, ellos saben que es arbitraria. Así mismo actúa él en las discusiones: escoge una arbitrariedad en la que cree como base de un juicio y pone todo el esfuerzo en argumentarla de forma consistente y convincente; y casi siempre se sale con la suya. Por eso, cuando tras un largo razonamiento cargado de argumentaciones prolijas, descubrió en un sesudo texto de Paul de Man un comentario irónico del sabio belga en que decía “Esto que he escrito hasta aquí tiene que ser falso porque tiene demasiado sentido y todo encaja a la perfección. Venga ya, vamos a cambiarlo.”, se asombró de saber que no era el único que pensaba así.

Para compensar la ínfima recompensa que se obtenía de los restaurantes universitarios en materia gastronómica y sacar el mayor partido del menú, los clientes se valían de algunos trucos muy sencillos: el más usado consistía en cargar en la bandeja cuanto pudiese caber en ella y servirse cada plato hasta rebosar y, sobre todo, acumular cuanto más pan se pudiese; porque si bien los menús universitarios eran completos (una entrada, un plato principal y, de postre, alguna repostería, una fruta que casi siempre era una manzana o una gelatina insípida), aunque la colación consiguiera con cualquier combinación provocar la inmediata saciedad del cliente por la vía de hincharle el estómago, al cabo de media hora lo habitual era tener la desconcertante sensación de haber comido y no obstante pasar hambre.

La razón de esta anomalía le parecía un misterio de lo más intrigante. Durante un tiempo pensó que las viandas de esos comederos universitarios no eran tales sino que solo lo parecían; es decir, que las verduras eran sucedáneos, hechos de papel prensado, de color y sabor artificiales, de tal modo que los fideos no tenían nada de harina ni de huevo y las carnes no eran tales sino fibras vegetales elaboradas, como había visto hacer con el jamón cocido en España, fabricado con pasta de boniato elaborada industrialmente y el posterior añadido de un colorante rosado al que se le  agregaba un componente químico con el sabor y el olor sintéticos del jamón de York. O quizá la explicación era que lo nutritivo o lo sabroso que pudiera haber en ese rancho se desvanecía por efecto de los largos tiempos de guisado y cocción, lo mismo que hace la grasa en el caldo del puchero. De hecho, durante el año que pasó como becario en París, pese a que comía todo lo que podía, no engordó un solo kilo sino que adelgazó; o quizá fuera porque en París se sintió muy infeliz y ya se sabe que, en tiempos de infelicidad, casi nadie engorda.

En la medida de lo posible intentaba evitar comer en esos lugares. Prefería las fondas y las tabernas de barrio, que no necesariamente eran los llamados bistrós. Por desgracia, la moda de lo décontracté, iniciada a finales de los años cincuenta, ya había convertido los bistrós en establecimientos que empezaban a ser sofisticados y caros. Por lo tanto, él buscaba los sitios que frecuentaban los obreros, los estibadores o los subalternos de alguna oficina aledaña, de modo que, en materia de comida, se confiaba a la sabiduría popular; o si no, se preparaba arroz y huevos duros en el fogón que había en cada piso de su pabellón, en una pequeña habitación situada al fondo del corredor donde, además del fogón, los internos disponían de una repisa, una mesita de fórmica y una nevera sucia que guardaba en su interior, pequeños recipientes de plástico con el nombre de sus propietarios y paquetes con restos de comida, envueltos en papel de aluminio con la correspondiente marca de propiedad anotada con rotulador.

A veces, tal como había aprendido hacer en Italia, en las raras ocasiones en que veía una cuadrilla de obreros trabajando en la calle, pedía consejo a los trabajadores para escoger dónde comer y casi siempre acertaba. En cambio, los viernes por la noche solía escaparse con su amigo Gérard Naddaf a buscar algún restaurante griego o turco en las proximidades de la rue Mouffetard. En esos momentos, durante las cenas de los viernes, tenía la impresión de que recuperaba la experiencia de una vida normal y, al final de la cena, una vaga sensación de haberse alimentado de veras. La fórmula de los viernes era idea de Gérard y un típico producto de su racionalidad práctica. Naddaf era sistemático: solo cenaba en la rue Mouffetard los viernes. Era un canadiense corpulento, especialista en Platón; y lo mismo que tantos otros norteamericanos, estaba orgulloso de haber podido organizar su vida cotidiana de acuerdo con claves estrictas que no tenía inconveniente alguno en compartir con todo el mundo. Sus pequeñas reglas privadas le parecían tan obvias y evidentes y ventajosas que consideraba cualquier objeción a ellas como un signo de necedad. A él le causaba gracia esta rigidez mental de Gérard. Le recordaba la característica obstinación que muestran los norteamericanos en exportar su sistema democrático a pueblos que notoriamente ni lo entienden ni lo saben aplicar y en muchos casos ni siquiera lo desean. La rigidez de Gérard era además una medida de su sentimiento de diferencia y de superioridad frente al resto de los estudiantes del pabellón argentino, casi todos latinoamericanos. Naddaf venía de Nueva Escocia y cuando hablaba acerca la finesse de la vida y la cultura ciudadana de Halifax, su ciudad natal, el rostro se le encendía con inocultable orgullo nacional, pese a que él no era especialmente culto ni refinado ni mucho menos elegante. Aseguraba ser de madre católica; y quizás lo fuera, pero maronita, porque su apellido era de clara ascendencia libanesa, lo mismo que sus rasgos. De hecho, su primera residencia en la Cité había sido la del Líbano y nunca supo él por qué había acabado alojándose en la Maison de l’Argentine.

Gérard Naddaf no tenía el aspecto que se suele esperar de un estudiante de filosofía sino que más bien parecía un leñador: calzaba unas botas recias de un amarillo gastado y sucio y usaba siempre los mismos blue-jeans; y se abrigaba con un suéter grueso y una pesada camisa a cuadros encarnados y negros o un chaquetón, también a cuadros. Llamaba la atención lo satisfecho que se sentía consigo mismo y la excelente opinión que tenía sobre todas las decisiones que había tomado en su vida: la primera de ellas, la elección de su especialidad filosófica, tras estudiar una carrera técnica. Su elevada opinión respecto de su propia especialidad significaba automáticamente que, para Naddaf, todas las especialidades que no fueran la suya eran intrascendentes o banales o torpes extravíos de principiantes. Estudiaba en su cuarto con disciplina espartana y con la ayuda de una pizarra donde anotaba frases en griego clásico y diagramas que solo él entendía y pasaba horas leyendo con ahínco el Libro X de Las Leyes de Platón, que podía recitar de memoria. Eso sí, no tenía ningún empacho en confesar que no sabía casi nada de filosofía, con excepción de sus estudios de griego clásico y sus lecturas de los diálogos de Platón. Si acaso, admitía haber leído en profundidad a Spinoza y a Descartes y sostenía además que su director de estudios, Pierre Hadot, con quien se reunía formalmente para almorzar una vez al mes, era el único sabio auténtico en la Sorbona y no había mejor director de estudios que él.

Para comunicarse con su amigo él usaba el inglés, aunque podía haber sido el francés, que Gérard hablaba fluidamente, con fuerte acento quebequois y haciendo gala de un rico vocabulario, puesto que llevaba ya un par de años en Francia. Nunca cruzaron una sola palabra en español. El inglés fue, en alguna medida, la base de la complicidad que se entabló entre ellos. Al hablar Naddaf se acompañaba de los característicos ademanes de brazos abiertos que hacen algunos norteamericanos para poner énfasis. Años atrás Gérard se había casado con una chica de París, mayor que él y aparentemente de buena posición, que en aquella época estaba enferma de una enfermedad degenerativa que, poco a poco, la iba convirtiendo en una inválida. Tras un tiempo de vida en común, se habían separado y, aunque él intentó muchas veces que Gérard le explicase las razones de la ruptura, nunca recibió una explicación satisfactoria acerca de por qué había dejado su apartamento en el XIVme Arrondisément y se había instalado en la Cité como un estudiante más. Todo indicaba que había sido un matrimonio de conveniencia y que, al desencadenarse la enfermedad de ella, él había optado por una solución egoísta. Estaba en la Cité para ahorrar gastos y sobre todo, para no quedarse solo.

Saltaba a la vista que Naddaf estaba en las antípodas y, sin embargo, él se sentía unido a Gérard por una sincera camaradería. No era la primera vez que le ocurría. En materia de amor y de amistad él solo se siente seguro cuando el otro no tiene casi nada en común: desconfía de las relaciones por afinidades no construidas, por las mismas razones por las que detesta los clubes, los círculos, los cenáculos, las escuelas y los partidos políticos; nunca consiguió pertenecer a ninguno de ellos. En cambio se reafirma cuando entre el otro y él las diferencias o los contrastes no consiguen borrar el reconocimiento mutuo. Igual que en muchas otras ocasiones, él había sentido que Gérard lo había descubierto o, quizás, que se habían reconocido el uno al otro por sus respectivas incompatibilidades, o quizá había sido la edad, pues ambos eran mayores que sus compañeros de residencia.

Esa tarde Gérard no estaba junto a él y en cambio había un constante ir y venir de visitantes en el restaurante principal de la Cité y, como era habitual que ocurriese en los comederos universitarios, los parroquianos en muchos casos no tenían nada que ver con la Universidad sino que pertenecían a la variada hueste de indigentes y marginales de aspecto sórdido que recorren los barrios de París a cualquier hora del día o se acurrucan en las estaciones del Metro o se instalan en los pasajes y callejones próximos a las grandes terminales del ferrocarril. La sordidez de la pobreza fue algo que él conoció, con cierto estupor y por primera vez, en Europa; nada que ver con la pobreza limpia, ordenada y austera de los arrabales de Buenos Aires y Río de Janeiro de su primera juventud. En París, lo mismo que en los barrios de la Ciudad Vieja de Barcelona o en Londres o Nueva York, la pobreza y la marginalidad son máculas autoasumidas por quienes las sufren, como las de los tullidos y sarnosos de las calles de Calcuta, una indigencia que se exhibe sin ningún pudor, en todo su horror y desesperanza. Quienes la sufren, intentan exorcizarlas exhibiéndolas a veces casi con obscenidad. En medio de la opulencia de la vida urbana parisiense, los pobres parecían muertos vivientes o escupitajos, seres monstruosos, demoniacos: brutti, sporcchi e cattivi, tal como los ven los ricos. A él le parecían demasiado autoconscientes para ser considerados auténticamente pobres y en cierto sentido, la versión especular de los intelectuales o los artistas de París, cuya consciencia de si mismos ha sido siempre legendaria.

Pero esa tarde no le llamaron la atención los mendigos en el restaurante universitario sino unos tipos con aspecto de matones que montaban guardia en la entrada. Eran de piel oscura, vestían grandes chaquetas verde olivo que les cubrían el cuerpo hasta los muslos y lucían barbas frondosas. Se movían de un punto a otro de la entrada y miraban atentamente todo lo que sucedía a su alrededor. Solo podían ser árabes o persas y su actitud recelosa y agresiva mostraba que literalmente habían ocupado el edificio o que, en cualquier caso, podían disponer a voluntad quién podía acceder y quién no al comedero. Ese restaurante, que era el principal de la Cité, era territorio suyo. No había una sola mujer entre los clientes. Eran todos hombres.

Estuvo un buen rato tratando de imaginar de dónde habían salido esos matones y qué sentido tenía haber ocupado el restaurante y no pudo reprimir un sentimiento de alarma. En el autobús 14, durante el trayecto al Marais, le dio por pensar que París era una ciudad en peligro y que el mundo entero estaba amenazado por una callada marea de barbarie como la que acabó con Roma. Se sintió fuera de sitio, solo e indefenso y en ese estado de desazón llegó hasta su cita, en un edificio cerca de la iglesia de Saint Paul. Marcó el código para abrir el portal, subió las escaleras y llamó a la puerta del apartamento que se abrió sola. Tras unos instantes de vacilación  entró y se encontró con que todo el ambiente estaba a oscuras. Dio unos pasos y, superado el asombro inicial, alcanzó a ver en la penumbra a su anfitriona que, en lugar de acudir recibirlo, lo esperaba echada sobre la alfombra de la sala, con los brazos extendidos mirando extasiada la noche a través de la ventana que había abierto de par en par. Por toda explicación, ella le dijo que le gustaba echarse así para meditar mientras contemplaba las estrellas del firmamento de París.

Qué extraña manera de empezar una cena, pensó; y se olvidó de Gérard Naddaf y de los matones del restaurante y casi enseguida supo que le aguardaba una larga velada de acoso. Se encogió de hombros con resignación. Sabía todo lo que le tenían preparado y cómo habría de salirse de eso. No era una perspectiva halagüeña pero, en cualquier caso, al menos esa noche comería bien.

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