GRETA

La película trata de la relación entre un francés rico y tetrapléjico y su asistente, que es negro y marginal. Como es del todo previsible, el negro le devuelve al tetrapléjico la capacidad de disfrutar de la vida y, llegado un momento le pregunta a su patrón, que es aficionado a la pintura moderna, por qué será que los humanos se dedican a una actividad tan absurda como el arte. Mientras contempla arrobado un cuadro abstracto desde su silla de ruedas, el tetrapléjico le contesta: “Para dejar un testimonio de su paso por el mundo”.

Película irrelevante y llena de tópicos, pero él se duerme dándole vueltas a esa frase que, como casi todas las observaciones que le suenan fuera de lugar, tiene un aire melancólico. Al despertar, se descubre pensando en un curioso profesor de Harvard llamado Nelson Goodman y en su somera explicación acerca de su afición por las exposiciones de pintura. A Goodman, cuyo aspecto de ejecutivo de una compañía de seguros no hace prever que tenga sensibilidad alguna, sin embargo le gusta mucho la pintura. Sus escritos están llenos de observaciones inteligentes sobre su afición al arte. Dice que el orden de una exposición de arte importa y significa casi tanto como su contenido y que una sala repleta de obras de arte hace que el visitante entre en ella de una manera y salga convertido en otra persona, expectativa que comparten casi todos los que acuden a una exposición pero que solo muy pocos realizan. La manera que tiene Goodman de describir su pasión por la pintura le parece admirable y, en cierto modo, la envidia; le gustaría que sus propias pasiones pudieran concentrarse exclusivamente en la pasión por el arte, que es inofensiva. Lo asombra además la argucia de Nelson Goodman: admitir que en una exposición sucede algo trascendente pero omitir toda explicación acerca de la experiencia que da lugar a la transformación le parece muy astuto. Se limita a dar cuenta de que algunos objetos –las llamadas obras de arte– tienen la propiedad de cambiar el estado de quien entra en contacto con ellos y al mismo tiempo deja sin explicar en qué consiste ese cambio y, de paso, se ahorra un montón de problemas.

No sabe por qué se ha puesto a pensar en Goodman esa mañana. Se ha despertado, como ya es costumbre en los últimos tiempos, haciéndose amargos reproches contra sí mismo y, para evitar quedar atrapado en ellos, decide distraerse pensando en Goodman y en su picardía: el profesor de Harvard coleccionista y aficionado a la pintura que deja el misterio del arte tal como lo encontró. Cosa harto habitual en filosofía, puesto que buena parte de las reflexiones filosóficas escamotean el asunto principal que las moviliza y, tras largas y complicadas parrafadas dialécticas, acaban por dejar la cuestión tal como la encontraron. ¿Para qué sirven entonces?, se pregunta él por la mañana, mientras se prepara el desayuno usando una cafetera de émbolo. Para nada; en cambio el émbolo –¡qué artilugio técnico tan ingenioso!–; el émbolo es un producto del pensamiento técnico que está en incontables aparatos: en las bombas de agua, en las jeringas y, como pistón, en el motor a explosión. ¿Por qué será que los filosofantes desprecian o desconfían de la técnica? En esa desconfianza siempre ha visto signos de resentimiento propios de intelectuales miserables; en cambio a él no le habría costado nada ser un técnico; que para eso los formaban en el Colegio; incluso cuando se fija en una obra de arte, lo que en verdad le interesa es la técnica que necesariamente subyace a ella. Detrás de toda obra humana hay siempre una inteligencia técnica, hasta para desconfiar de la técnica se necesita una técnica de exposición; incluso si se reduce la filosofía al íntimo placer que algunos sienten cuando se dedican a desgranar y articular argumentos, también es preciso conocer una técnica. Si acaso, para él, todo el encanto que se puede encontrar en la filosofía está en que, a diferencia de las demás técnicas, la de los filósofos no sirve para nada. Como sus elucubraciones en la mañana mientras prepara el café.

De todas formas él no es como Nelson Goodman. Puede determinar si una obra de arte le gusta o no; incluso está seguro de poder explicar lo que siente. Cree que sus gustos tienen fundamento y razón y con frecuencia llega a afirmar que tienen una base objetiva. No solo su propio gusto, piensa que todos los gustos son objetivos. No puede explicar en qué consiste que le guste algo (si pudiera hacerlo sabría por qué se ha enamorado de tantas mujeres diferentes), pero cuando juzga que una obra de arte le gusta, está absolutamente seguro de ello; y lo mismo pasa cuándo no le gusta. Y no se trata solamente de saberlo sino de que, simplemente, él tiene mucho gusto; tiene tanto gusto que este se le antepone a cualquier cosa que le llame la atención, antes incluso que pueda establecer si le conviene o si hay algo que pueda hacer con ella. No sabe si su gusto es bueno o malo (bueno, la verdad es que está seguro de no tener mal gusto, que el suyo es bastante mejor que muchos otros), pero sí que es tan imperativo que no puede prescindir de él. ¿Y cómo lo sabe? Es fácil: cuando algo no le gusta, es inútil, nada le hará cambiar de opinión. El gusto para él es una especie de genio tiránico, inquebrantable e incorruptible, que lo acompaña a todas partes, de tal modo que sería incapaz de acostarse con una mujer que no le gustara o que le gustara solo un poco, lo que le ha llevado a concluir de manera equivocada que todas las mujeres con las que se ha acostado le gustaban por igual.

Sin embargo, el respeto religioso por su propio gusto explica que no se haya acostado con muchas mujeres sino solo con las que le han gustado; por lo tanto, no se considera un mujeriego, no señor, los mujeriegos casi siempre son un poco tontos –piensa–, y vuelve así a la cuestión de la estupidez, que le ocupa los pensamientos esta mañana. Don Juan, por ejemplo, además de misógino, es tonto. Con algún matiz de más o de menos, él sostiene la misma interpretación del donjuanismo que defendieron Marañón y Freud: que los mujeriegos en el fondo no sienten ningún aprecio por las mujeres.

En cambio, a él las mujeres lo fascinan y no sabría decir si esa fascinación está antes o después de su gusto por ellas. Descubrió esa fascinación en su primera pubertad, a comienzos de los años sesenta, cuando se aficionó a las revistas ilustradas de moda femenina que, de hecho, eran las únicas revistas que se podía encontrar en su casa. Empezó por hojearlas para distraerse y acabó haciéndose adicto a ellas y en cuanto podía se encerraba para estudiarlas con fruición: El Hogar, Mundo Argentino, Para Ti, Claudia, etc.

Sin duda, en aquellas revistas gazmoñas había algo voluptuoso, antes siquiera de que él pudiese discernir sobre la voluptuosidad y la virtud. Sus compañeros de colegio preferían en cambio las revistas de deportes y los comics, que allá en Buenos Aires se llamaban “revistas mexicanas” porque venían importadas de México. No recuerda haber visto ni una sola revista deportiva en su casa pues su padre sentía el desprecio más absoluto por los deportes y sobre todo por los deportistas; y su madre aseguraba por otro lado que los comics eran tóxicos. Los había incluido en el Índex junto con otras dos interdicciones mayores que marcaron su infancia: jugar en las calles de Vicente López, el barrio de las afueras de Buenos Aires donde vivían; y ver la televisión. La interdicción regía estrictamente en los días laborables de la semana, se levantaba el viernes por la tarde y volvía a aplicarse los domingos después del mediodía, de tal modo que pasó toda su infancia encerrado en su casa con sus dos hermanos menores, obligado mirar a escondidas las revistas mexicanas y oyendo hablar a sus amigos de programas y series de televisión apasionantes que él no podía ver. Y eso le produjo una sensación de exclusión que lo acompañaría toda su vida, lo mismo que la consciencia de que no es posible vivir sin la demarcación de algo como prohibido; pero, a diferencia de lo que opinan los pedagogos modernos, nunca se rebeló contra las arbitrariedades sufridas en la infancia sino que aprendió a encontrar cierta complacencia en la disciplina, cualquiera que sea; y todavía ahora las ideas liberales, la educación sin pautas y, en general, cualquier especie de vida desordenada, le resultan angustiosas. Durante sus años de estudiante no sentía simpatía alguna por los maestros tolerantes o de trato fácil y abierto sino que, por lo contrario, le parecían unos papanatas. Él admiraba a los duros; y cuanto más implacables y exigentes, mejor.

Pero no poder leer las revistas mexicanas era una cortapisa particularmente penosa. Había que esperar a la llegada de las vacaciones de verano para acceder a ellas.

Dominados por una extraña voluntad de no repetirse, sus padres alquilaban cada año alguna casa de veraneo en la costa atlántica bonaerense o al otro lado del estuario del Río de la Plata, en el Uruguay, aunque nunca era la misma casa, ni el mismo barrio. Así pues, ningún veraneo era igual al anterior. Aunque le parecía extraño que una buena experiencia con una casa no pudiese repetirse al año siguiente, se acostumbró a la variación constante y acabó por asumirla como una regla propia que aplica cuando se trata de pasar el tiempo. Por eso nunca repite sus planes de vacaciones; de hecho, nunca repite nada. Toda repetición le parece un signo de muerte.

Como la casa de las vacaciones nunca era la misma, esa era la primera sorpresa del verano. El mismo día en que llegaban, mientras descargaban los bártulos para que la familia pasara un mes completo a orillas del mar, él se apresuraba a requisarla con cuidado. Había aprendido por experiencia que los sucesivos inquilinos estacionales a menudo dejaban libros y revistas de una temporada a la otra, de modo que se dedicaba a revisar los muebles de la casa alquilada, abría todos los armarios y las mesas de noche, incluso hurgaba en los trasteros y en los anaqueles de la cocina buscando las huellas de los inquilinos anteriores y, entre juegos de mesa y mazos de naipes incompletos, raquetas rotas, alguna pelota desinflada, facturas y cartas olvidadas, periódicos, libros, solía encontrar por fin unas pilas con las preciadas revistas mexicanas: Superman, Batman, Roy Rogers, Gene Autry, Hopalong Cassidy, Tarzán, etc.; y las que a él más le gustaban: una serie llamada Vidas Ejemplares, con la vida de santos en historieta –Santa Tecla, San Francisco de Asís, San Patricio, Ignacio de Loyola–; y sobre todo Vidas Ilustres, donde leyó historias que nunca olvidaría, como el relato de la construcción del Canal de Suez y del Canal de Panamá por Ferdinand de Lesseps, el triste final de la gesta del general Arthur Gordon en Khartum y la biografía de Tesla, el gran inventor. Todavía recuerda una anécdota de Tesla, el pionero de la electricidad que, tras cobrar su salario mensual, se plantaba en el mejor restaurante de Budapest para gastárselo todo en una sola comida, no sin antes pedir que le trajeran veinticuatro servilletas con las que repasaba lentamente y con todo cuidado cada uno de los cubiertos y todos los platos de la vajilla de la mesa; hecho lo cual comía opíparamente y, una vez pagada la cuenta, pasaba hambre el resto del mes.

Ahora que lo piensa, en la inopinada extravagancia de Tesla había un acto temerario, quizá tanto como fue para él rechazar cualquier estudio técnico o productivo y dedicarse a la filosofía.

Fue en el verano de 1963, en una casa del barrio Cantegril en Punta del Este, donde encontró dos pequeños volúmenes de tapas amarillas, publicados en una colección de divulgación, con retratos a pluma de los autores en las portadas: el Discurso del método de Descartes y El Anticristo de Friedrich Nietzsche. Esas fueron sus dos primeras lecturas filosóficas. Una día su curiosidad saltó de las revistas mexicanas a esos libritos, se atrevió con ellos: ¡y los entendió!

Durante el resto del año podía leer todo lo que quisiera pero tenía prohibidas las revistas de historietas porque, según su madre, el abuso de las imágenes estropeaba la imaginación. Solo se le permitían los suplementos en hueco-grabado de La Nación de los domingos y las revistas femeninas; y a estas acabó por encontrarles un interés especial que no era ni la moda ni la sociedad sino las mannequins de alta costura. Su interés por ellas fue en aumento hasta que un día se descubrió perdidamente enamorado de una modelo llamada Greta Lindström y empezó a seguirla de forma obsesiva, semana tras semana, en las revistas y más tarde se dedicó a buscarla en los anuncios de la televisión; y cada vez que la encontraba experimentaba un momento de exaltación. Se puso a recortar las fotos de Greta que encontraba en los anuncios publicitarios y en los reportajes de las pasarelas de moda y guardó los recortes en un sobre que ocultaba en su cuarto: Greta de frente, sonriendo, Greta con cara de asombro, con un mohín de picardía. Greta de gala, de sport, Greta anunciando una cerveza, Greta con los cabellos muy cortitos à la garçon, Greta con peluca negra, Greta con un dedo sobre los labios para indicar silencio… Cada tanto se encerraba en su cuarto, abría el sobre y desplegaba los recortes sobre la mesa y se quedaba un buen rato contemplándolos. Le parecía increible que existiera una mujer así. Greta Lindström no era una modelo habitual. Tenía las pantorrillas fuertes, el pelo muy corto y un rostro que a él le parecía de gran expresividad. Con ella aprendió a disfrutar del encanto de las mujeres y empezó a construir su propio y personal patrón de la belleza femenina.

La belleza inmaculada y distante de las mannequins configuró su ideal de mujer y su modo de responder a él. Desde entonces su relación con las mujeres bellas es la misma: no le inspiran lujuria tanto como admiración y respeto; y no es el único en haberlo experimentado: Rilke, según cuenta J.M.Coetzee, sostiene que el culto de la belleza es una manera de agradecer el no ser destruido por ella; así que –aunque nunca lo ha confesado– para él está claro que las mujeres bellas pueden destruirlo. Su devoción por la belleza femenina, pues, viene casi siempre acompañada de un sentimiento de recelo inspirado por el miedo; y su gusto siempre conlleva alguna forma de admiración. Sabe que la tiranía del gusto en la que vive le fue impuesta, como tantas otras cosas, por el vínculo con su madre, para quien la belleza era un don divino y un valor aparte y la fealdad, un defecto irreparable, una especie de estigma; aunque saberlo no le supone ninguna liberación. Aprendió esa religión de lo bello en la estrecha proximidad con su madre y de forma espontánea tiende a reproducirla cada vez que entabla algún vínculo íntimo con una mujer. Antes que poseerla o dominarla, lo que persigue es reproducir su afinidad con ella, comprobar cuánto participa él de su mundo oculto y maravilloso, semejante al que un día descubrió en las revistas de moda femenina; y no tendría inconveniente alguno en admitir que prefiere ser tratado como una mujer con atributos y deseos masculinos, tal como era tratado por su madre. La camaradería con su madre fue una relación muy intensa que lo abarcaba todo; por consiguiente, la complicidad con una mujer le resulta muy fácil y en cambio no puede evitar despertar recelo en los varones, lo que es recíproco, porque los varones casi siempre le resultan odiosos.

El gusto es además la única manera de acceder a él. Se gana la vida enseñando en la universidad que el gusto es una facultad subjetiva, la mera extensión del sujeto, pero en el fondo piensa que fue un error de los modernos querer explicar el misterio de lo bello a través del gusto. Él piensa que los antiguos tenían razón, que la belleza es una condición objetiva, solo que es una qualitas occulta, como la llamó Francis Hutcheson, una cualidad que solo se revela a quien previamente ha sido fecundado por ella.

Así ocurrió con Greta Lindström, salida como una aparición de las páginas de las revistas de moda. Él no la descubrió, se diría que ella acudió al encuentro de él, que fue Greta quien lo reconoció. La belleza es como Greta: cuando asoma, se apodera de la sensibilidad que la reconoce porque es afín a ella, hecha como está de lo mismo que la detecta porque lo bello es el lado sensible de lo inerte.

Empuja entonces el émbolo de la cafetera sobre la mesa de fórmica y no puede evitar recordar una frente combada sobre unas cejas como dos trazos perfectos de caligrafía oriental, unos dientes de un blanco inmaculado; y los labios que…

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