EXILIO (II)

El automóvil se desplaza sin contratiempos por la Avenida del Trabajo en dirección al aeropuerto de Ezeyza. El día está nublado. Por la ventanilla se ven pequeñas parcelas del paisaje porteño, fábricas y talleres entre grandes descampados salpicados de carteles con publicidad de bebidas, vallas con marcas de detergentes y una, muy grande, que anuncia los amortiguadores Wobron. El dueño de esa fábrica se llama José Broner, es el jefe de la corporación de empresas afines al peronismo: ¿quién será el socio al que corresponde el Wo- de la sigla?

Ha visto ese mismo paisaje muchas veces y parece siempre el mismo, como si se tratase de un decorado puesto allí a propósito para los que viajan. Buenos Aires demuestra que es arqueológica porque casi no cambia; en esto se parece a los desiertos, que tampoco cambian. Por otra parte solo hay una ruta de acceso a Ezeyza, así que no importa cuándo, siempre tiene él la misma impresión: tanto si es él quien se va de viaje como si va a recibir a alguien, esas imágenes que se deslizan a ambos lados de la avenida del Trabajo trazan un corte en el tiempo y se le representan como signos de que algo muy importante, feliz u ominoso, va a tener lugar.

Al llegar a la autopista que conduce directamente al aeropuerto, a la derecha ve asomarse un cuartel de la Policía Montada que resalta, impecable, en medio del desorden habitual de la vida urbana porteña. Como todos los cuarteles argentinos, este también tiene un aire como de fortaleza anticuada, semejante a un fortín de los tiempos de la guerra contra el indio, con sus muros de blanco encalado, los canteros bien señalados y los pabellones de la guarnición casi siempre desiertos; y una especie de mangrullo que seguro es un resabio de la arquitectura militar del siglo XIX y que ya no sirve para nada. Rara vez se ve a alguien caminando por el cuartel. Lo que más llama la atención son unos letreros de grandes proporciones, visibles desde la carretera, que enseñan la silueta de un hombre en posición de tiro y advierten, por si acaso a algún desprevenido no le hubiese quedado claro:

NO SE DETENGA. EL CENTINELA ABRIRÁ FUEGO.

A él esa determinación anunciada de modo tan directo y tan literal le parece algo valiente.

En el coche viajan tres: él, que mantiene una reserva inusitada, serena y silenciosa y algo resignada también; su madre, con las facciones crispadas por la angustia; y el chófer de su padre, suboficial retirado de la Marina, que conduce el Ford Falcon sin movimientos bruscos, con la mano izquierda aferrada al volante y la derecha apoyada sobre la palanca de cambios que, en ese modelo de Ford todavía está acoplada a la barra de la dirección. El auto –lo mismo que el cuartel de la Policía Montada– está limpio e impecable, tanto por dentro como por fuera. La cabina huele al consabido ambientador con un fuerte aroma de pino. (“Uf, qué olor a amueblada”, fue el comentario que hizo un día su hermano menor al entrar al coche, con la clara intención de agredir al chófer. Él y sus hermanos están habituados a dar y recibir ese tipo de frases punzantes que suenan a los oídos de los demás como puñetazos en plena cara, pero su hermano, además, desde muy pequeño detestó al personal de servicio, cualquiera que fuese su función.)

Su padre tiene dos choferes asignados que se turnan en el servicio según horarios prefijados pero trabajan a todas horas del día y la noche, los siete días de la semana. Los dos son hombres muy pulcros y discretos y están acostumbrados a obedecer. Son guardaespaldas –o custodios, que es la forma eufemística que se usa para denominar el trabajo de matón guardaespaldas. Desde hace meses, debido al creciente número de secuestros y asesinatos de empresarios, a su padre le han asignado una custodia permanente y alguien –la policía quizás– dispuso nuevas medidas de seguridad en la casa de sus padres: la más espectacular, un poderoso reflector que encandila al que hace sonar el timbre del portal de entrada y una alarma ensordecedora que se dispara cuando alguien se aproxima demasiado a las ventanas de la casa. Su padre trata a los guardaespaldas correctamente y con deferencia pero los considera seres inferiores, como si fueran los perros de una cuadrilla de caza; o sea que no les atribuye entidad alguna fuera de la función que cumplen. A él siempre le ha asombrado la capacidad natural de su padre para dirigirse y entenderse con sus subalternos, valiéndose de una autoridad que no necesita de uniforme, que le permite impartir una orden sin recurrir a los gritos, una autoridad que es en gran medida gestual, pese a que es un hombre menudo y más bien socarrón y risueño. La autoridad de su padre se basa en la manera como usa su propio cuerpo: suele acompañar una indicación cualquiera con un movimiento de las manos de tal modo que sus largos dedos casi siempre apuntan al vacío en cada ademán, pero lo hacen con precisión y determinación. A veces, para dar la impresión de que una orden está acompañada de una decisión indiscutible, su padre respira fuertemente, hincha los pulmones y hace sonar la nariz, como cuando está muy molesto y a punto de estallar de ira, lo que no es habitual; desde luego, no con sus custodios. Suele montar en cólera en cambio cuando trata con su secretario personal, un empleado joven y servil llamado Gabet, que le resulta especialmente irritante. Casi cada día cuenta alguna anécdota que muestra al secretario como un miserable, un incompetente o un traidor. Sin embargo, no prescinde de él. Gabet es, efectivamente, muy servil y ladino, disimula la antipatía del trato que recibe con gestos exagerados de condescendencia, trata a su padre como a un viejo cascarrabias. A veces se permite sugerirle una alternativa para llevar a cabo una gestión cualquiera, que es otra manera de encarar un recado o incluso una opinión sobre el pronóstico meteorológico o una noticia leída en la prensa: “Doctor, pienso que lo mejor sería…”; lo cual desencadena un torrente de denuestos y descalificaciones por parte de su padre que suele responder: “Gabet, usted no piensa. ¿Cuántas veces quiere que se lo diga? Usted tiene estrictamente prohibido pensar.” A los ojos de los demás, ese trato puede parecer inhumano, pero a él le parece que su padre hace lo correcto: que la brutalidad paterna es la respuesta espontánea y merecida frente al servilismo.

Con los guardaespaldas, en cambio, no es necesario formalizar ninguna advertencia. Ellos la tienen grabada en sus mentes desde los tiempos en que todavía pertenecían a las Fuerzas Armadas; más aún, actúan como si carecieran de voluntad o como si tuvieran el sentido de la responsabilidad desplazado, por lo tanto, ni cometen errores y ni sienten culpa alguna; y de todas formas su trabajo como guardaespaldas no tiene demasiados secretos: son individuos que cuidan de la seguridad de su padre y lo traen y lo llevan donde se les manda; su tarea como choferes, cuando mucho, debe de resultarles un oficio extraño y hasta subsidiario: no saber nunca a dónde vas a ser enviado, no preguntar nada salvo la dirección, memorizar un encargo y guardar silencio, salvo cuando, por las razones que sean, el patrón les dirige la palabra. Su padre cuenta la anécdota de uno de estos choferes que era tan corto de miras y tan estricto y literal con respecto a las órdenes que recibía que un día, cuando se le encargó que entregara un paquete a una dirección, no bien hubo llegado al punto de destino con el paquete, llamó por teléfono: “Doctor, ya he llegado. ¿Y ahora qué hago?” Su padre, fuera de sí, contestó: “¿Cómo que ‘qué hago’? Ahora entregue el paquete, infeliz. ¿Para qué, si no, piensa que lo he enviado?”

Frucchi –así se llama el chofer de ese lunes a primera hora de la tarde en que se dirigen a Ezeyza– es especialmente circunspecto y callado. Es un hombre fornido, vestido casi siempre con la misma indumentaria anodina de colores pardos y una corbata de color liso. Va armado con una pistola Ballester Molina del calibre .45 que guarda discretamente en una cartuchera debajo del sobaco. Un día lo vio sentado en el Falcon, a la puerta de la casa de sus padres, montando guardia como siempre pero en una postura un tanto fuera de lo común. Se acercó discretamente y vio que Frucchi leía una novela de Gabriel García Márquez.

Frucchi bien podría ser el personaje de una novela de su madre, piensa él, mientras lo observa de reojo, sentado a su lado en el asiento delantero del coche, imperturbable y misterioso. A su madre le gustan ese tipo de individuos tortuosos, doblemente intrascendentes, por lo que muestran y por lo que ocultan. En sus novelas suele describirlos siempre con la misma pauta de carácter: una vez es un soldado venido de provincias, o un locutor de radio, o una secretaria o el director de una escuela inglesa, idéntico a Mr Heath, que fue el headmaster de su colegio primario. Siempre parecen sacados de una galería de fracasados. Incluso en una novela en que hace literatura con los últimos meses en la vida de Ernesto Guevara, describe la vocación de la guerrillera Tania como el inútil sacrificio de una mujer comprometida en la guerrilla por amor. Él mismo aparece allí como un adolescente atolondrado, dominado por una novia fría y arribista, adorado por su abnegada mamá y ganado a la causa revolucionaria por las canciones de unos curas progresistas. Una patraña; y, para colmo, sin ninguna gracia.

Siempre es lo mismo: su madre es incapaz de humor cuando escribe y menos aún es capaz de imprimir ironía en sus historias. Escribe abrumada por un contumaz sentimiento trágico que resulta inexplicable. ¿De dónde le viene? ¿De la educación católica quizás? Lleva su propia tragedia personal a cuestas (que él apenas conoce, o que ha conseguido reconstruir solo de oídas, desentrañándola a partir de un cúmulo de vaguedades y mentiras de familia) y no consigue despojarse de ella cada vez que trama algunas de sus historias. En sus novelas, sus sucesivos personajes principales son siempre versiones idealizadas de ella misma –mujeres sufridoras, generosas, atónitas, sensuales e inocentes–; o bien son figuras vampirizadas de la vida de las personas que tiene más cerca, o bien son transcripciones literales de ella misma: La señora Ordónez, la Colorada Villanueva, Sofía; o meros nombres cambiados de personas reales: Tulio, Rocky, el Jote…. Unas y otros, figuras que aparecen rodeadas de un aire como de calamidad inminente. Seguramente ella los piensa como sujetos trágicos, pero a él siempre le han parecido pájaros de mal agüero. En los cuentos, donde ella rara vez se representa tal como esa mujer moralmente excepcional que se imagina ser, los personajes sufren por el solo hecho de vivir pero sobre todo sufren porque están destinados a sufrir.

Él ama y respeta a su madre, cuya diabólica inteligencia le parece asombrosa, tanto como repudia el mundo literario que ha creado con ella, donde la felicidad o la beatitud son ilusorias y la realidad es alguna especie de penuria necesaria de la que no se puede escapar. Incluso en esa ocasión, a él no se le escapa que en todo lo que están viviendo ese lunes al mediodía hay algo de cómico: el militante parte al exilio en un automóvil conducido por un milico que es chofer y custodio de su padre, que está amenazado por la guerrilla de la que él mismo formaba parte. Una perfecta banda de Moebius. Su madre es incapaz de percibir que la situación tiene algo de grotesco; muy al contrario, su rostro está desfigurado por el llanto cuando despachan las maletas frente al mostrador de la compañía aérea que lo llevará a Río de Janeiro y sigue llorando mientras lo acompaña hasta la línea misma de la frontera. Camina por los pasillos del aeropuerto agarrada al brazo de él, que la oye implorarle: “Prometeme que no te irás a Europa, prometeme que no te irás a Europa…” Su madre no experimenta lo mismo que él, no ve el comienzo del exilio. En ese momento comprende que ella está encerrada en sí misma, que su egoísmo es una prisión de la que nunca conseguirá salir y que él ese día no escapa para salvar su vida sino que huye del funesto destino que su madre ha pensado para él. Así que cuando ya sentado en el avión escucha el clic de la hebilla del cinturón de seguridad, de pronto tiene una clara sensación de alivio.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.