MOLOTOV

La calle Madero era una calzada ordinaria trazada entre dos finales abruptos. Uno de ellos remataba en una alambrada que la atravesaba entre dos veredas sucias y daba a una zanja poblada de cañas; y más allá, entre matorrales y basuras, la ladera del terraplén por el que circulaba el tren de la línea llamada General Belgrano. Había dos casas allí, casi pegadas al borde del terraplén, aunque él no recordaba haber visto ni una sola vez a sus probables habitantes. Era un lugar apartado y sombrío, como la mayoría de las calles cortadas del barrio de Vicente López. Allí se reunían al anochecer las parejas para hacerse el amor y dejaban los restos de sus apasionados encuentros, desparramados como las señas de un crimen. Algún pañuelo olvidado, una pulsera barata, un broche de pelo y muchos preservativos usados y sus cajas, de la marca Velo Rosado. En alguna ocasión había encontrado uno, enroscado con un nudo impecable y todavía con el semen fresco dentro, empujado por el viento, colgando de la alambrada.

No eran habituales las calles cortadas en la planta municipal de Vicente López pero en todas ellas había algo singular; o quizás su propia presencia como excepción las hacía más sugestivas. Estaba claro que las calles se cortaban allí donde los jardines de las casas más grandes, algunas de ellas del tamaño de una manzana, rompían el diseño cuadricular que es característico de las urbanizaciones del Gran Buenos Aires e interrumpían el monótono trazado de la cuadrícula urbana. Por una vez, sus propietarios no habían infringido las normas urbanísticas al construirlas y vallarlas sino que esas fincas ajardinadas de altas paredes y rejas cubiertas de enredaderas, simplemente estaban ya allí mucho antes de que los terrenos baldíos circundantes acabaran por ser fraccionados en lotes y parcelas más pequeñas y, tras sucesivas recalificaciones del suelo, dieran al barrio su aspecto definitivo. Era divertido descubrirlas con la bicicleta, como pequeños fines del mundo; y asomarse al otro lado de las tapias que las cerraban o imaginar qué hacía la gente en ellas.

La calle Madero se extendía, pues, entre dos cortadas, a lo largo de unas doce cuadras. En una estaba el terraplén que servía de refugio a los enamorados y en el otro extremo una pequeña plazoleta a la que se llegaba tras subir por una cuesta empinada. En el centro de la plazoleta había un monolito con una estatua de don Eduardo Madero y, a la derecha, la vereda se extendía por una escalinata de piedra y baldosas pardas inusitadamente amplia, construida sobre la barranca que descendía hacia el barrio cercano a la estación de tren Mitre. Hasta allí fueron al final de una tarde de invierno él y sus inseparables compañeros, Pancho y Marcos, y un desconocido que se hacía llamar Mario, venido para enseñarles una técnica rudimentaria para fabricar la bomba Molotov.

Estuvieron un buen rato en el garage de casa manipulando los ingredientes necesarios para la Molotov y atentos a las instrucciones de Mario, que cumplió con su función con una eficacia casi profesional. Era un tipo flaco y desgarbado con la cara picada de viruelas y un flequillo grasiento que le caía sobre la frente. Había pedido que le trajeran una botella vacía de vino barato de la marca El Resero, un bidón de nafta y una bolsa de papel de estraza; y, por su parte, trajo un botellín de ácido sulfúrico y un sobre de plástico con un polvo amarillo apagado, que recordaba al azafrán, pero que en realidad era clorato de potasio. Él no había tenido nunca una Molotov en las manos. La había visto en alguna fotografía de prensa: una botella con una mecha encendida que, al ser lanzada, trazaba en el aire una línea de fuego como una antorcha arrojadiza. Olvidate de la Molotov de las fotos, dijo Mario de forma terminante, nunca la tires encendida, no vaya a ser que te estalle en las manos o te la eches encima. Su diseño de la Molotov era mucho más seguro, con la ventaja de que servía para almacenar varias bombas durante un tiempo indefinido y, a la hora de transportarlas, permitía llevarlas envueltas, sin llamar demasiado la atención. El artefacto, pues, parecía bastante más tosco que las Molotov que él había visto en las fotos pero Mario les aseguró que era infalible: había que mezclar cuatro partes de nafta y una de ácido en la botella, llenar la bolsa de papel con la cloratita en polvo y meter en ella la botella, previamente cerrada de manera hermética con un corcho lacrado. Una vez guardada en la bolsa con la cloratita, había que atar el envoltorio con una cuerda: así, ¿ven?, como un matambre, dijo Mario. Tirás la botella y al romperse, el ácido de la mezcla enciende la cloratita y hace estallar la nafta. Mario no dijo nafta sino nasta, aspirando la s, con acento arrabalero y fue en ese momento que él se representó el estallido de la Molotov e imaginó un infierno.

Finalizada la instrucción, pusieron la botella boca abajo para comprobar que no perdía ni una gota de la mezcla, la envolvieron con la bolsa, la ataron y barrieron los restos del polvo amarillo; y Mario propuso que hicieran una prueba para ver el resultado.Agarró la Molotov con una mano, la agitó y, sin pensarlo dos veces, la guardó en un bolsillo de su abrigo y salió con displicencia a la calle, seguido por sus tres aprendices. A él le pareció que en la penumbra de la tarde, los cuatro parecían cualquier cosa menos un grupo de amigos jovencitos que paseaban por el barrio. Y desde luego, Mario no se parecía a los vecinos de ese barrio.  

Recorrieron la calle Madero un buen rato y en silencio pero no era fácil encontrar un descampado para probar la Molotov, a cubierto de la mirada de los vecinos. Las fachadas de las casas y los árboles de Madero eran para él un paisaje muy familiar que ahora veía desde una perspectiva completamente nueva. Había hecho ese mismo trayecto infinidad de veces cuando era adolescente, del brazo de su madre y después del almuerzo. Recorrían toda Madero hasta el final y, al llegar a la plazoleta, descendían a la estación para hacer un alto y tomar un café o se dedicaban a mirar los escaparates de las tiendas próximas y volvían a casa por la calle Segurola, que no tenía el mismo encanto que Madero, quizá porque ya era parte del trayecto de vuelta. Lo hacían a paso firme y acompasado, como a ella le gustaba pasear. Él tenía muy presente la importancia de esos paseos como una ocasión única para intimar con su madre y le complacía pensar que ella, además, también disfrutaba de esos minutos de complicidad y de diálogo con él, sin terceros. Solía invitarlo a salir con un gesto, después de comer; y él siempre decía que sí, siempre se mostraba bien dispuesto a acompañarla. Era el único momento del día en que sentía que su madre le estaba dedicada, plena y exclusivamente. Caminaban juntos y la escuchaba conversar sin tapujos sobre sus intereses, la oía contarle episodios de familiares desconocidos, historias de amigos, o improvisar ideas sueltas y ocurrencias. De vez en cuando la conversación se hacía más íntima y ella dejaba escapar alguna esperanza. Un día se cruzaron con una vieja achacosa que se movía con dificultad con la ayuda de un andador. Su madre la miró de soslayo; él sintió que le apretaba el brazo con la mano y la oyó murmurar: ¿Ves eso? A mí no me agarran…

No recordaba haber tenido jamás altercado alguno con ella durante las caminatas, todo era plácido y acogedor. Siempre aprendía algo en esos paseos; y, entre chismes y complicidades, nunca faltaban las instrucciones sobre la manera más efectiva de andar para fortalecer los músculos y mejorar la postura del cuerpo. Caminá como si tuvieras que sostener una moneda entre las nalgas, decía su madre, apretá el culo, así, y seguime; si no, no sirve de nada, no hacés ejercicio. Nadie como su madre para combinar lo trivial con lo trascendente. Instintivamente, mientras llevaban la Molotov, él repitió la combinatoria y respondió al mandato aprendido de ella. Volvió a caminar como entonces, tal como ella quería, apretando las nalgas. Y las mantuvo así hasta llegar a la plazoleta. 

Debían de tener un aspecto inquietante, los cuatro, mientras recorrían la calzada desierta hacia el final de la calle Madero en medio de un barrio residencial totalmente ajeno a todo aquello. Pero no dijo nada y siguió a Mario con determinación, mientras este hablaba en voz muy alta, fumaba un cigarrillo tras otro y echaba el humo por la nariz en medio de comentarios audaces y sin dejar de sujetar la botella que llevaba en el bolsillo del abrigo. ¿Adónde se le ocurriría probarla?

Atravesaron la casa rosada de la esquina con Laprida y después, la valla del Colegio Michael Ham y vieron a unas chicas jugando al basquet al cuidado de una pareja de monjas, bajo la luz mortecina de unos focos elevados; y, al cabo de diez minutos interminables, llegaron finalmente hasta la plazoleta. Allí, en el espacio abierto al final de la calle, en la cortada, llamaban mucho la atención. A Mario no parecía preocuparle, se sentó junto al pie del monolito y resopló por el esfuerzo que había hecho al subir la cuesta con el cigarrillo en los labios. Giró la cabeza a uno y otro lado para asegurarse de que no había nadie cerca y estiró el tronco para mirar por encima de la balaustrada que daba a la barranca; y de pronto y sin aviso, agarró la Molotov y la arrojó al aire sobre el fondo de las escaleras. El bulto marrón trazó una parábola perfecta en la semipenumbra de la tarde y estalló con un estruendo al pie de la escalinata, en medio de una gran llamarada que iluminó las casas colindantes. Sin mostrar el mínimo signo de inquietud y con una mirada pícara Mario se puso rápidamente de pie y les ordenó huir. Le brillaban los ojos: dale nomás, dijo, caminen rápido y por separado. Y no corran. Al ver el resplandor del fuego en el fondo de la escalinata él sintió una especie de arrebato, como un signo o una marca que le indicaba lo que estaba fuera de la ley: el corazón le latía con fuerza en el pecho pero obedeció la orden y echó a andar. Deseaba desaparecer de aquel lugar cuanto antes y ojalá que no lo hubiesen reconocido. A lo lejos todavía alcanzó a oír a Mario en voz alta y sin el menor signo de alarma: ¿Ven lo fácil que es? ¡No falla!

Caminó con paso firme y sin rumbo durante casi una hora por las calles oscuras de Vicente López antes de llegar por fin de vuelta a casa. Una noche sin luna había caído sobre el barrio y el aire se había cargado con la humedad venida del río. Al abrir la puerta de calle estaba ya sereno. Pensó en lo mucho que se parecía la prueba de la Molotov a las travesuras de su infancia; pero también pensó que esa vez había sido diferente, que había cometido una especie de profanación.

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