CAMALEONES

En la vida de casi todo el mundo hay un momento en que parece conveniente cambiar de aspecto. Los psicólogos afirman que eso les pasa a los muy jóvenes cuando no tienen las cosas claras en casi ningún terreno de la experiencia. Es un momento crucial, cuando el cuerpo se ha desarrollado completamente, está fértil, vigoroso, sano y se siente capaz de cualquier empresa. Llega la condición adulta, la época de las decisiones trascendentes. Todavía no está claro qué se trata de resolver y la voluntad anda medio extraviada sin poder escoger una meta determinada pues los sueños de la infancia se han cumplido o han quedado olvidados o han sido sustituidos por otros. El individuo se cree libre de recomponerse como un ser diferente. Puede que no tenga propósito ni aspiración y no sepa qué hacer consigo mismo, pero siempre puede optar por tenerse a sí mismo como objeto de experimentación o de deseo y ser otro, aunque solo sea por la vía de comprarse unas gafas nuevas o cambiarse el color del pelo. Es el momento de probar identidades distintas, la ocasión para cometer una audacia o una temeridad y dar impulso a alguna extravagancia que se alimenta desde mucho tiempo atrás y que de golpe parece que servirá para destacar de los demás.

Así pues, los hombres se dejan crecer el pelo o la barba, o se cuelgan algún amuleto del cuello o se hacen alguna marca indeleble en el cuerpo; y las mujeres abrazan las costumbres vegetarianas o prueban el yoga tántrico, se calzan un sombrerito años veinte o se maquillan y visten insinuantes variedades de ropa interior. Cualquier atributo que hasta ese momento pasaba por ser irreverente o desafiante o estrambótico sirve como signo propiciatorio del surgimiento de la nueva identidad, que aflora como renovada imagen de sí mismo y que resulta muy gratificante, pues es obra exclusiva de un nuevo yo que los demás enseguida habrán de aclamar o, cuando menos, reconocer.

Una vez probados los nuevos atributos delante del espejo ya se puede salir por ahí para ser visto por los demás y muy pronto la nueva identidad compuesta con marcas y señales llamativas queda asociada a la imagen habitual que se muestra al mundo. Es verdad que la maniobra no es más que un simple enmascaramiento y no llega a conformar lo que los psicólogos llaman “una personalidad completa” pero funciona como rudimento de una persona, o incluso como un antifaz. Así de trivial es la invención del propio personaje, de ese doble que es al mismo tiempo público e íntimo y que en la vida cotidiana funciona como las efigies acuñadas en las monedas pues si bien no alcanza a fijar el valor de intercambio de sí mismo con un precio, cuando menos lo ilustra y, a fin de cuentas, oficia como cualidad de obligada referencia al tratar con los demás.

A veces los ensayos con la representación propia duran mucho más que los años de la primera juventud. Puede ocurrir que un individuo pase una buena parte de su vida cambiando de aspecto o de disfraz, mudando de casa y de profesión o probándose nuevas indumentarias, ensayando toda suerte de hablas y jergas diferentes, entregado a buscar con afán alguna forma o maniera que armonice con eso que, en el fondo, él siente que sabe de sí o que se merece y que espera que los demás le reconozcan.

Él ha conocido hombres y mujeres que nunca son iguales a sí mismos y que van por ahí como camaleones, unas veces peinados con la raya a un lado y otras con el pelo echado hacia atrás; los ha visto con perilla y gafas oscuras y después con barba de profeta; mujeres que en verano se pintan y se arreglan como cortesanas y que un buen día, cuando caen las primeras hojas, se presentan demacradas y escuálidas, enfundadas en un traje chaqueta azul como las locutoras de la CNN; hombres que según las épocas hablan con acento portugués, o con la jerga de las sectas psicoanalíticas y al cabo de un tiempo se convierten en expertos bursátiles que mascullan anglicismos para nombrar cualquier cosa. Conoció el caso de un compañero que en un par de décadas, tras pasar un tiempo fanatizado por las ideas del comunismo más radical, se hizo hippy de mirada perdida, sandalias y larga cabellera sobre los hombros y, tiempo después, pasó a ser un estricto broker de ideas y costumbres liberales, vestido con impecable traje y corbata. La última vez que lo vio, había abandonado los negocios financieros y se había convertido en un ferviente religioso bajahi que predicaba la unidad y la armonía de todas las religiones en la figura de un Dios único.

Siempre ha sentido simpatía –y hasta admiración– por este tipo de individuos inestables y proteicos como los camaleones.

Pero ninguno como Marbot. El camaleonismo de Marbot era más profundo, más esencial (o, según se mire, abismal). Su habilidad para imitar los acentos como un loro adiestrado, o para copiar las expresiones ajenas y los modismos, vinieran del Camagüey o de la Andalucía profunda, era verdaderamente asombrosa: podía reproducir cualquier habla, ya fueran los giros de las operadoras telefónicas de las líneas “eróticas”, el fraseo ininteligible de los árabes del Barrio Chino de Barcelona o el fárrago de una argumentación filosófica mediocre del mismo modo que podía imitar cualquier estilo de escritura o detectar los gestos o las maneras y los gustos ajenos para hacerlos propios; o para mostrar que ella estaba siempre más allá o por encima de ellos: Marbot mostraba auténtico placer en convertirse en otra persona y asumir una manera distinta de hablar y pensar. Y lo más asombroso era que con cada nueva investidura resultaba convincente. Para ella, todas las identidades eran iguales precisamente porque todas eran diferentes y, de este modo –seguramente sin saberlo– actuaba como la encarnación de un ideal saussureano. Una X inasible, un signo de interrogación, arropado con diferencias infinitas. Así, encontraba divertido (?) generar una docena de heterónimos con su nombre propio, que usaba como identidades ficticias y como rúbricas de cartas donde era (y no era) la misma persona. ¿Cuál era el propósito de aquel inagotable carrusel de etiquetas falsas (¿o acaso eran verdaderas?) con las que se presentaba? A veces él buscaba una clave oculta en los heterónimos de Marbot, algún indicio común que le permitiese descubrir estados de ánimo asociados a cada nombre propio fraguado por ella, pero nunca logró hallarla, quizá porque no existía y no era más que una vergonzosa impostura o, en el mejor de los casos, un extraño deseo de desaparecer, de convertirse en el fantasma de ella misma, contentándose con ser el doble especular de quien se acostaba con ella.

Cambiar de costumbres o de compañías, de cama, de nacionalidad o de filiación política, y no sufrir por ello, es un misterio en la medida en que revela una desconocida capacidad de goce por la diferencia misma; pero, en el fondo, es un falso enigma. A veces las explicaciones pueden ser muy simples. En una ocasión, frente a otro caso de manifiesto transformismo, se atrevió a plantearle la cuestión a bocajarro a uno que lo sorprendía porque cada vez que aparecía lo hacía recreado, reinventado, de una forma diferente: vaya, tienes un aspecto distinto; –observó– y en cambio yo, por mucho que lo intento, nunca consigo cambiar de apariencia, nunca consigo ser otra cosa que yo mismo.

La respuesta del camaleón fue tajante y algo displicente: será que algunos de nosotros no estamos tan satisfechos con nosotros mismos…

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