LAS TRES BANDERAS

No recordaba haber sido jamás un izquierdista cabal, ni siquiera cuando su juventud, los avatares de la Argentina y el desorden espiritual de su generación lo llevaron a abrazar la causa de las llamadas “tres banderas”, una de las cuales era la renombrada “justicia social”, demanda por antonomasia de la izquierda y que, por eso mismo, sirvió como pasaporte de ingreso para que los jóvenes revolucionarios argentinos de los años sesenta y setenta adhirieran al peronismo.

Las tres banderas eran en efecto tres consignas peronistas: Soberanía Política, Independencia Económica y Justicia Social. La primera era la más clara y razonable, toda vez que traducía en forma de eslogan un reclamo de autoafirmación nacional frente a la hegemonía de las grandes potencias, cosa comprensible puesto que trataba de afirmar –o de inventar– lo que no había existido nunca: una Nación argentina verdadera. A falta de una tradición auténtica, las “naciones” americanas vivían (y aún viven) arrebatadas por historias imaginadas y leyendas fraguadas por sus intelectuales y caudillos, mitos incompletos que las llevaban (y las llevan) a la perpetua afirmación de sus frágiles soberanías, tal como siempre ha sucedido en todas partes con los territorios coloniales cuando al final consiguen emanciparse.

Por contraste con la soberanía política, la independencia económica parecía algo menos razonable puesto que con el paso de los años y por efecto de la llamada “globalización”, es decir, con la extensión planetaria del modelo económico del capitalismo de mercado libre, la expectativa de ser independiente en materia de política económica no solo se hizo poco verosímil sino incluso un tanto estúpida. ¿Acaso hay alguien que en el mundo actual –económicamente interdependiente y estrechamente integrado– pueda quedar fuera del juego global? Un inconveniente cualquiera en las fábricas de Singapur puede causar un descalabro en las bolsas de Francfort o en Detroit; y viceversa. Soñar con la autosuficiencia económica es, pues, un anacronismo y, en el fondo, indicio de que quien se pretende autosuficiente abriga ideas antimodernas y reaccionarias.

¿Y qué pintaba allí la justicia social como bandera? Para el peronismo era una prenda en el reparto forzoso de la riqueza y aún sigue siéndolo. Nada más; pero para los jóvenes revoltosos de los años sesenta, expresada así, sin marcas ni contenidos visibles, era la etiqueta ideal que les servía para calmar su conciencia crítica tras su adhesión a un movimiento populista como el peronismo que siempre había estado bajo la fundada sospecha de alimentar simpatías nacional-sindicalistas y fascistoides; y, por otro lado, les daba ánimo para soportar las penurias de la vida fuera de la ley en la medida en que los legitimaba como luchadores perseguidos por sus ideas afines al socialismo. Pero a él esas reservas y reaseguros ideológicos lo dejaban indiferente. Cuando se pensaba a sí mismo como un justiciero en materia social se veía un tanto ridículo. Su compromiso militante no precisaba de tales coartadas pues había nacido tras haberse dado cuenta de que la única manera de imponer su criterio –es decir, de hacer lo correcto– era hacerlo por la fuerza, costara lo que costase.

En cualquier caso, de las tres banderas que había asumido como propias, la de la “justicia social” le parecía la menos consistente pues en el fondo él no creía ni pensaba (y nunca cambió de opinión) que pudiera hablarse de justicia o injusticia sociales, más aún, no creía que hubiera nada verdaderamente injusto en el mundo. Había sin duda cosas muy malas, odiosas, terribles o indeseadas, pero injustas, no. Estaba claro que la condición marginal y su dolor o su pobreza consecuente y el atraso o la persecución por razones sociales, raciales o ideológicas eran males execrables de la sociedad presente contra los que había que rebelarse, pero no conseguía asociar esas causas con un sentido de la justicia. Si acaso, pensaba que corregir tales flagelos era debido por razón, pero “por justicia”, no. Se suponía que al eliminar esos males se lograría un mundo más feliz, pero estaba seguro de que no sería más justo ni que imponerlo “haría justicia”: nunca había existido un mundo semejante y nunca se lograría. De modo que los consabidos argumentos de los izquierdistas según los cuales la pobreza de los más era debida a la riqueza de los menos no solo no cuadraban con los cálculos aritméticos más elementales sino que además le parecían demasiado contaminados por el resentimiento como para considerarlos bien inspirados. Y, en materia de resentimiento, no veía demasiadas diferencias entre el odio manifiesto de la derecha y el mismo odio practicado por la izquierda con la justicia social como coartada para evitar remordimientos.

La idea de justicia le parecía que solo servía para dar pábulo y legitimidad racional a su antónimo, la injusticia, de tal modo que si bien la denuncia de la corrupción, del atropello de derechos elementales o de la degradación medioambiental y la lucha contra los abusos de los agentes financieros le parecían iniciativas legítimas, no encontraba que la razón de tales reclamos los hiciera en ningún sentido más justos. Más aún, ejecutar las medidas necesarias para reparar las consecuencias de estos males seguramente había acarreado y conllevaría innumerables injusticias. Así pues, veía demasiados supuestos en el concepto, empezando por la propia noción de justicia que, como ya había expuesto dos mil quinientos años atrás el venerable Platón, es un término indefinible y oscuro y tan difícil de apresar (y no digamos de realizar) como la belleza. Podía arriesgarse a discutir en materia de belleza con el argumento de que sus gustos, en última instancia, tenían un fundamento objetivo, pero se sentía incapaz de adoptar la misma postura con relación a la justicia. Lo que para unos resultaba obvio, por ejemplo, que toda justicia tuviera que ser igualitaria o equitativa, él no conseguía verlo fundado en razón, tal como le había enseñado su padre cuando, con astucia de abogado pícaro, afirmaba que el derecho justo es siempre desigual y, por lo tanto, intrínsecamente injusto; y poco le importaba que ese argumento le hubiese servido a su padre para disponer su herencia de forma arbitraria y lesiva para algunos de sus hermanos: él no había encontrado argumentos para rebatirlo.

Por otra parte, solo había conocido izquierdistas odiosos, atrincherados en la “justicia” de sus reclamos y, salvo poquísimas excepciones, indiferentes a todo compromiso personal o moral; y en cambio admiraba a los adversarios de la izquierda que, ya fuera por escepticismo o por un inconfesado cinismo, buscaban el bien público (y el provecho propio) por la vía más eficaz sin que les importara un ápice si obraban con justicia o no.

Nunca consiguió resolver la disyuntiva, lo que a la postre terminó por alejarlo de la militancia política y de las tres banderas, que quedaron desplazadas de su pensamiento y de su memoria, lo mismo que el recuerdo de las mujeres pérfidas y los malos sueños.

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