EUDEMONÍA

Es muy sabido que dar un contenido preciso a la felicidad resulta una tarea imposible y que, en cambio, hay muchas maneras diferentes de ser –o de sentirse– infeliz, tal como apuntaba la celebérrima primera frase de la novela Anna Karenina de León Tolstoi. La indeterminación de la felicidad remonta a tiempos muy antiguos. Ya en su ética Aristóteles empleaba una fórmula muy vaga para definirla: eudemonía, expresión que da nombre a algo semejante a la “satisfacción en el bien” y deja un sinfín de cuestiones importantes sin resolver, pues no cualifica la satisfacción –que puede ser pensada como contento, gozo, recompensa, alivio, etc., al final de un proceso, o bien como el proceso mismo que desemboca en ese final feliz– y tampoco explica si ese “bien” que produce satisfacción hay que buscarlo en la posesión de un objeto apreciado o en la experiencia de algo como bueno. Todo lo cual resulta desconcertante pues ya se sabe que los humanos podemos ser tan perversos como para desear poseer o experimentar o amar, incluso aquello que nos hace daño.

Por otro lado, en la llamada eudemonía se deja el contenido de dicha felicidad sin resolver, lo cual puede deberse en parte a que ni la posesión ni la experiencia de la felicidad, tal como las entendemos nosotros en la condición moderna, eran conceptos claros para los antiguos, pese a que es notorio que los griegos clásicos eran gentes muy dadas a pasarlo bien y disfrutar de la vida. O quizá la indefinición aristotélica haya sido deliberada y perseguía el propósito de advertir que solo alcanza la felicidad aquel individuo que ha conseguido escoger con relativa autonomía qué habrá de complacerlo y qué no. O tal vez lo verdaderamente eudemoniaco consista en estar en condiciones de realizar esa elección, de saber optar por el bien.

En cualquier caso, los filosofantes que se dedican a investigar los vericuetos de las cuestiones éticas suelen relacionar el concepto de eudemonía de la antigua Grecia con cierta idea o representación de la virtud o de la vida o conducta virtuosas, pese a que esta asociación no pasa de ser una simple argucia que tampoco resuelve el interrogante planteado y en cambio añade más problemas a la cuestión. Porque, ¿qué es la virtud fuera de cierto valor compartido por los miembros de una comunidad? ¿Acaso ser incapaz de alcanzar la virtud bastaría para hacerme pensar que mi infelicidad me está bien merecida? Si algo hay que nos hace felices o cabe a cierto estado de beatitud que identificamos con la felicidad, más importante que alcanzar tal estado virtuoso es tener un criterio preciso para reconocerlo; no vaya a ser que caigamos en alguna confusión como la del borracho, que se siente feliz sobre todo cuando está ebrio; o con los ideales caballerescos de la Hermandad del Santo Grial, fijados en aspiraciones irrealizables. Razón tienen los psicoanalistas freudianos cuando distinguen entre el deseo –o la pulsión– y el objeto del deseo y asocian a cada contexto no solo una clase de experiencia sino además un tipo de satisfacción, lo cual les permite reconocer cuando menos dos modelos de felicidad –la del deseo realizado y la que proporciona gozar del objeto deseado– que no siempre coinciden, como bien saben la histérica y Don Juan, cuyas respectivas inclinaciones libidinosas quedan claramente fuera del dominio trazado por la ética de Aristóteles.

(Y a menudo, fuera de toda justificación ética en general.)

El propio Freud era más claro con relación a qué es y qué no es lo que nos hace felices. En una carta a Fliess del 28 de mayo de 1899, escribe:

Hoy me he hecho un regalo: Ilios de Schliemann; y disfruté mucho con sus memorias de infancia. El hombre se sintió feliz cuando halló el tesoro de Príamo porque la felicidad solo llega con la realización de un deseo infantil.

Freud se sintió niño (y feliz) cuando compartió el anhelo infantil de Heinrich Schliemann, cuyo cumplimiento hizo de él un arqueólogo célebre; y, además, aprendió algo que la ética no enseña, puesto que si es verdad que en la experiencia feliz nos comportamos como niños, cabe pensar que también lo somos cuando nos sentimos infelices, lo cual nos da una pista –por cierto, no muy filosófica– para juzgar éticamente la buena y la mala conducta y, de paso, para separar a quienes nos hacen el bien de quienes nos hacen daño. Como los niños, que nunca se equivocan cuando distinguen entre hadas y brujas, ogros y ángeles.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.