JACOBINOS

El principio activo y movilizador del terror en su uso social y político es el miedo, un sentimiento irrenunciable y necesario para la sobrevivencia.

(Lo llamaría instintivo si no fuera que la idea de “instinto” siempre me ha parecido oscura y problemática; por cierto, igual que al mismísimo Charles Darwin, quien en su Ensayo sobre el instinto (Madrid, 1983) afirma:

[…]los instintos más complicados y maravillosos se pueden adquirir a través de la selección continuada de ligeras modificaciones en los instintos de los progenitores, sin que se haya derivado la menor ayuda del hábito heredado. (p. 51)

lo que nos hace pensar que en los comportamientos animal y humano quizá haya, en verdad, algo que podamos considerar cabalmente instintivo y, por lo tanto, no adquirido. ¿Por qué llamar a tales conductas adquiridas “instintos”? ¿Solo porque se repiten de generación en generación? El miedo parece instintivo hasta el momento en que damos con uno que no tiene miedo: y doy fe de haber conocido en mi juventud a unos cuantos de estos.)

Cuando abordamos el miedo como una experiencia social, es decir, como una experiencia individual o colectiva (siempre que entendamos el individuo como necesariamente integrado en una sociedad o en una cultura) el miedo se manifiesta, según Leo Strauss (cfr. Natural Right and History, 1970), en dos experiencias diferentes. Por un lado está el miedo a sufrir muerte violenta, que inspira directamente la sensación de inseguridad ciudadana; y por otro lado lo que Strauss llama “miedo a los poderes invisibles”, resabio de tiempos ancestrales, cuando los hombres todavía no habían conseguido poner la naturaleza a la medida de sus necesidades. Este es el miedo que suscita por ejemplo el poder del Estado que, como se ha reservado el monopolio de la violencia legítima, da mucho miedo justamente porque puede causarnos la muerte y no sufrir pena por ello. De este modo la sensación “natural” de inseguridad queda mitigada en los tiempos modernos por efecto de otro miedo. Tememos a la muerte que nos puede infligir el otro pero también tememos (no tenemos más remedio) a la policía que no obstante ha sido creada para “protegernos” de la acción dañina de un semejante.

(Los hippies de mi juventud en Buenos Aires llamaban a la policía «el Terror Azul”, por el color de los uniformes de la Policía Federal Argentina.)

El miedo a la muerte es ancestral, remonta a los comienzos de la especie y consiste en la racionalización del sentimiento de autoconservación que compartimos con los animales. Los primeros tratadistas del Estado moderno se fijaron en este miedo como factor de desintegración social y concibieron la manera de servirse de él como agente de cohesión en las nuevas sociedades, que ya no podían aglutinarse por recurso al derecho natural. En los fundamentos del Estado moderno, según Thomas Hobbes, está la acción disuasiva del miedo, que inclina a los hombres a pactar (es decir, a someterse a las condiciones imaginarias de un acuerdo de renuncia a los derechos que por naturaleza detentan los individuos a todas las cosas). El hecho de que Hobbes pensara este miedo como piedra de toque de la sociedad y le diera una finalidad constructiva y civilizada no quita que fuera visceral y heredero del horror de los tiempos originarios, cuyas figuras míticas están representadas en entidades espantosas tales como el Orco, el Hades, el Mälstrom, el Caos, el Tártaro, etc. El horror que personifican estas figuras había de inspirar el miedo al Leviatán en la sociedad moderna.

En otras palabras: la política moderna arma a su Estado de un poder mítico que produce un espanto comparable al que producían a nuestros antepasados más antiguos las fuerzas de la naturaleza. Sin embargo, quienes en verdad convirtieron este miedo en un arma política no fueron los muy racionalistas filósofos del siglo XVII sino los jacobinos, que le dieron forma e instrumentación adecuadas como Terror, dando una vuelta de tuerca a una idea que estaba ya formulada en el modelo de Hobbes, quien describía ese poder autorizado del Leviatán como: a power enough to keep them all in awe. El Terror jacobino es el mismo que le oí una vez invocar a una Directora Nacional de Tráfico española como recurso infalible para bajar de forma radical las estadísticas de muertes por accidente de tráfico. “La solución” –dijo– “es el Terror estatal”.

Los jacobinos lo ejercieron usando un oxímoron como coartada: Robespierre, Marat o Saint-Just pusieron en marcha una “dictadura de la libertad” que significaba literalmente tener como legítimo el mandato de obligar a los ciudadanos a ser libres por el terror y –no sé si deliberadamente o por casualidad– desentrañaron ese terror de todo principio o fundamento racional (hasta el punto que una burócrata del siglo XXI puede esgrimirlo sin pudor y sin cargo de consciencia como medio eficaz de obtener un propósito cualquiera). Así pues, no deberíamos llamar hoy en día “terrorismo” a la práctica de la violencia con fines más o menos políticos –por supuesto que hay infinidad de situaciones, políticas o de otro tipo, en que la violencia es justa y reparadora– sino a esta autonomía del terror concebida por los jacobinos, que es una las creaciones más siniestras de la cultura occidental y que desde entonces ha sido practicada por todas las dictaduras.Tras ser perfeccionada por los herederos de los jacobinos: los bolcheviques y los fascistas, hoy en día es usada a discreción con crueldad por los bárbaros islámicos.

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