SOBRE LOS ANTIGUOS TEXTOS GRIEGOS

Cada vez que vuelvo sobre un texto antiguo, sobre todo si pertenece a Platón, autor de reconocida maestría literaria, experimento la misma perplejidad y frustración. Por una parte, resulta exasperante tener que reconocer que no entiendo bien –mejor dicho, no demasiado bien, o no del todo– lo que leo. Me irritan esos razonamientos que me parecen obtusos o incompletos y me desalienta comprobar que los personajes de los diálogos platónicos no siempre satisfacen en sus intervenciones las reglas de la lógica a la que estamos acostumbrados. Encuentro muchas de las intervenciones de Sócrates claramente sofísticas y recursivas y la terminología filosófica que se utiliza en sus argumentos me parece a veces muy rudimentaria. Por ejemplo, (confieso haber interpretado esta frase alguna vez, pero lo he hecho muy libremente), ¿qué demonios quiere decir Sócrates al final del Hipias Mayor con esa ocurrencia oracular: “Todo lo que es bello es también difícil”? Es verdad que hace veinticinco siglos los términos filosóficos estaban todavía en formación y que no se le puede exigir a un griego clásico que razone y escriba como un alumno de Frege, pero está claro que la dificultad que plantea la comprensión de los textos platónicos y, en general, la que plantean todos los textos antiguos, no es únicamente un problema de vocabulario.

Por otra parte –segunda perplejidad–, compruebo la general impericia de los traductores, agravada en el caso de las traducciones españolas, cuyos autores se suelen atrincherar detrás de un insoportable casticismo y una torpe literalidad; pese a que en algunos casos su formación teórica y filológica es inobjetable. ¿Será que tienen tanto respeto por los textos que traducen que no se atreven a hacer que suenen llanos y directos, tal como hablan los mortales comunes en nuestro tiempo? Y no es un defecto exclusivo de las traducciones españolas. La misma dureza expresiva se encuentra, por momentos, en las traducciones inglesas de la Loeb Classical Library o en las célebres versiones francesas de la colección Les Belles Lettres.

Es curioso que nadie parece tener en cuenta que los diálogos de Platón eran leídos en voz alta, es decir que eran vocalizados y entonados y, muy probablemente, interpretados. Haga la prueba el lector, intente leer en voz alta una traducción cualquier de, por ejemplo, Banquete: le sonará como un manual de informática escrito en inglés y traducido en Corea.

A la frustración que producen unos textos que deberían ser transparentes, puesto que se supone que pertenecen a la misma tradición cultural en la que me he formado, se suma alguna que otra pregunta incómoda. ¿Y si ocurriera que lo poco que yo entiendo es tanto o equivalente a lo que entienden los demás? Resulta aterrador pensar cuántos dislates habrán salido de una hermenéutica que, en última instancia, se apoya en lecturas tan precarias y cuánto de contradictorio o de inconsistente se habrá puesto en boca de los grandes clásicos. A modo de autocompensación o de autoindulgencia por tamaña frustración, me digo que el conocimiento inspirado o desarrollado a partir de la sabiduría de los antiguos ha de ser entendido como un saber meramente conjetural y en gran medida imaginario; que de ningún modo es lícito afirmar que haya un pensamiento acabado y consistente que pueda fundarse en esos escritos.

¿Cuándo se consolidó el supuesto de que somos o pensamos igual que los antiguos griegos? Sin duda la cultura antigua fue el referente obligado de toda la tradición europea, pero la consciencia de que hay una suerte de comunión espiritual de la filosofía moderna con la Grecia antigua nace en Alemania durante la Ilustración y, muy probablemente, por motivos que no son filosóficos. Fueron los alemanes, que se propusieron alumbrar por segunda vez la filosofía según su singular modelo idealista, los que postularon dicha comunidad espiritual entre Grecia y Alemania; dos culturas que pensaron unidas por sus respectivas filosofías, supuesta afinidad que atraviesa dos milenios y que hoy en día, por emulación y aborregamiento intelectual, defendemos casi todos los demás europeos como si fuese una verdad revelada. Por razones de autoafirmación nacional, Alemania necesitaba reivindicar la potencia especulativa de su lengua y asociarla directamente con la sugestión de los conceptos y los vocablos griegos. Alemania había perdido la ocasión de romanizarse y solo se civilizó a medias. El “reencuentro” con Grecia era, pues, una forma de recuperar la ocasión perdida. Entre los responsables de este proyecto –más iluminado que ilustrado y bastante delirante– está Hölderlin y, desde luego, las varias generaciones de filólogos clásicos alemanes a las que debemos –paradójicamente– buena parte de lo que sabemos sobre los antiguos griegos. Sin embargo, la otra cara de la verdad

(Pido perdón por este cliché.)

está, en forma de caricatura, en la historia del arte antiguo de Winckelmann, donde la supuesta afinidad espiritual greco-alemana se convierte en flagrante mistificación de la antigüedad. El propio Nietzsche, con su extravagante binomio Apolo-Dioniso usado como clave interpretativa de la cultura de la Grecia arcaica, no escapa a la tentación de mistificar. Y ya sabemos cuán seductora puede ser su fórmula: hasta el más torpe de los ignorantes se atreve a decir, sin pensárselo dos veces, que –»como ya observó Nietzsche»– los hombres nos movemos bajo la irresoluble tensión entre la racionalidad formal (Apolo) y la pasión desbocada (Dioniso) –para acabar con la consabida frase– tal como les ocurría a los antiguos griegos.

Las intuiciones de los alemanes, la forma delirante en que recrearon o imaginaron Grecia, sin duda han servido para producir un vasto legado hermenéutico del que nos hemos nutrido todos en la tarea filosófica, pero también ha generado una malla tupida, un velo espeso, un magma plúmbeo, propio de su característica manera de pensar, que nos impide llegar a comprenderlos cabalmente. Resulta descorazonador porfiar sobre los textos de Platón para, a fin de cuentas, acabar por descubrir que al aproximarnos a ellos –vaya sorpresa– nos topamos con el neoplatonismo de los ingleses, revisado por los románticos alemanes y, para colmo, traducido a una prosa apelmazada. Ni siquiera las tentativas más respetables de filtrar o de desentrañar el efecto acumulado de las interpretaciones y las versiones sesgadas o interesadas o simplemente erróneas, como es el caso de la lectura revisionista de la filosofía griega emprendida por Martin Heidegger, nos permite tener alguna seguridad en lo que interpretamos. Heidegger advierte sobre la diferencia infranqueable que separa a las culturas moderna y antigua cuando se abordan los problemas ontológicos, al tiempo que reconoce la necesidad de un retorno a la vieja sabiduría, a la manera de pensar previa a lo que llama “onto-teología”, pero sus vías de acceso, por rigurosas que se pretendan, resultan muy a menudo discutibles. Cada vez que, con tono solemne, afirma que el logos no debe ser leído sino oído, entiendo que apunta al carácter fundamentalmente oral de aquella cultura desaparecida, pero tiemblo de pensar que Heidegger pudiera sentirse capaz y autorizado para llevara a cabo semejante “escucha” y, al final, las pretensiones de la fórmula me causan risa. Por otra parte, las versiones del griego legadas por Heidegger probablemente se parecen a su original tanto como su alemán al alemán de los obreros de la Siemens: Heidegger no solo re-inventa el griego, también re-inventa el alemán. Así pues, en sus interpretaciones, uno sospecha la presencia de un “querer leer” iluminado que remeda las traducciones de Esquilo hechas por Hölderlin, quien –no lo olvidemos– estaba como una cabra.

El ejemplo paradigmático de este tipo de abordaje iluminado, que es al mismo tiempo brillante y ciego, se encuentra en la arqueología de Heinrich Schliemann, quien se lanzó a excavar en una colina del Asia menor tras la peregrina idea de literalizar los poemas homéricos, convencido de que era el mejor procedimiento para encontrar la Troya original de la que habla Homero. Por supuesto que fracasó, porque la Troya de Homero nunca existió (como también es probable que jamás existiera Homero), pero su deseo no le impidió “hallar” una Troya imaginaria, lo que, para el alcance científico de su peculiar concepto de la arqueología, daba lo mismo. ¿Acaso no logró Don Quijote, presa de un deseo similar, hacerse protagonista inolvidable de una epopeya que muchos leen como novela realista y crónica fiel de los tiempos de Felipe II?

(¿Acaso no he sido yo tantas veces la víctima de mi propia fantasía y he creído ver ante mis ojos lo que solo existía en mi imaginación?)

En suma, que a la hora de traducir a los antiguos, para entenderlos, quizá sería preferible abandonar la esperanza de llegar a la verdad a través del rigor filológico y hacerlos más llanos y próximos. Nuestra capacidad de afinar con ellos, o de acompañarlos en su pensamiento, saldría beneficiada. Cierto es que, en nuestro conocimiento de aquella cultura desaparecida, quedaríamos atrapados entre los objetos que nuestra imaginación pone en ella, pero al menos leerlos sería algo más placentero de lo que es ahora.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.