NEOBARROCO

Conocida es la vieja desconfianza filosófica acerca de lo que hay, un recelo originario que remonta a los tiempos indeterminables del no menos indeterminado Heráclito (que la tradición apodó “el Oscuro”). Según esto, al que piensa —sea o no un filosofante— no le queda clara la existencia del mundo aunque no le cabe duda de que algo sea, de que haya algo (¿Si no, por qué estaría pensando en ello? Si no hubiera más que nada ¿por qué siente hambre o lujuria y mira a ambos lados al cruzar la calle para no ser atropellado por un automóvil?). Certeza mínima que debería bastar para dejar tranquilos a los realistas. Solo alguien muy estúpido —o demasiado solipsista— puede llegar a dudar de que haya algo en realidad.

El problema está en que no todo el mundo está acuerdo en lo que entendemos por “en realidad”. Por ejemplo, se diría que hay muchas maneras de ser real. Puedo haberme equivocado respecto de la catadura moral de una persona, quizá porque la tuve por lo que no era. Puedo reconocer que he sido objeto de una ilusión, pero está claro para mí que la ilusión ha sido real. Se puede ser víctima de una estafa o de una patraña, pero las estafas o las patrañas no son ilusorias.

(Quizá por eso duelen tanto.)

Consideremos el estatus ontológico de la patraña. Es el mismo que el del simulacro: un objeto que no es tal y no obstante opera (“funge”, se suele decir, pero no estoy seguro de que sea correcto) como objeto. El simulacro es falso, por supuesto, pero su cualidad definitoria es que resulta indistinguible de lo verdadero. Por eso se puede comparar a una patraña, sobre todo si esta es efectiva. El modo de ser del simulacro es el mismo de lo que hay, entre uno y otro no hay diferencia, aunque no podamos decir que haya identidad o correspondencia perfecta: no, pues hay algo que es verdadero y hay algo que es falso. Un metafísico del tipo de los que hablan del “ser de lo que hay” diría que “su ser es de lo que no es” ¿pero cómo demonios puede haber algo que no es?

Los filosofantes conocen de sobra los problemas que plantea el uso incontrolado e imprudente del verbo ser fuera de su función atributiva y con sentido sustancialista, así que lo mejor será que huyamos de aquí. Mi intención no es de ningún modo incurrir en este tipo de especulaciones. Me limito a afirmar que algo del todo falso, como por ejemplo una ficción completa, es real puesto que reales son el Unicornio y Madame Bovary y la superficie de Plutón, en la que jamás pondremos los pies; o incluso un cólico biliar, que quizá sea imaginario. Por lo tanto, puede decirse que el simulacro pone en entredicho la realidad de lo que no es ficticio de acuerdo con una también vieja desconfianza barroca que atañe a la experiencia del mundo. El estatuto de la imagen, por ejemplo, sería impensable si no hubiéramos aceptado previamente que los simulacros, objetos que, en rigor, ni son ni los hay, son reales. Dejemos aparte el hecho de que sabemos lo que es una imagen solo porque ahí está eso que se ve todo el tiempo en los espejos, aunque bien pudiera ser que todo, como piensa Bergson, fueran imágenes-simulacros. Podemos pensar en una imagen, identificarla, reconocerla como tal, justamente porque hemos admitido que es posible (real) algo como un simulacro. Y de esta curiosa “sabiduría” se vale el estafador (o la estafadora) para engañarnos.

En efecto, hoy en día se admite como definición de “simulacro” la que proporciona Deleuze cuando afirma que se trata de una imagen que es y no sólo representa. (Deleuze, Diferencia, 114) Pero para que esa condición simulada adquiera el valor de lo real es preciso que ocurra algo más. El simulacro adquiere condición de real en el mismo momento en que el mundo entero deviene una ficción perfecta y se convierte en fábula, como observó Nietzsche. Mejor dicho, puedo pensar en la extraña condición de ser de los simulacros (y de las patrañas) porque, para nuestra consciencia, el mundo entero es fábula.

Si el mundo ha devenido fábula no existe un original y una copia. En eso consiste “el ser” (o sea, lo que puedo pensar acerca) del simulacro. El simulacro, pues, ya no es copia sino ente por garantía propia, de tal manera que cuando damos con uno (o con una completa patraña) ya no presuponemos que haya un modelo original, más bien pensamos que no hay diferencia entre la copia y el modelo, que solo hay copia (aunque no sepamos de qué), exactamente lo opuesto a lo que pensaba Platón. Muy por lo contrario, sabemos, estamos convencidos, que vivimos en un mundo de copias o de sombras y por consiguiente no esperamos que la razón nos conduzca a la salida de la Caverna sino a otra caverna poblada por más sombras, a otro escenario o tramoya fraguada en el teatro del mundo.

(La lucidez llega tras la completa decepción.)

Para nosotros los fantasmas ya no existen, pero no porque hayamos alcanzado la anhelada certeza acerca de lo que hay sino porque hemos llegado a la conclusión de que todo y todos somos fantasmas. Y, como compensación de esta conclusión tan decepcionante, nuestra pobre filosofía se siente liberada de las viejas servidumbres idealistas. Se ha alcanzado la definitiva superación del platonismo.

Sin embargo hay algo que no encaja en esta idea. Demasiada complacencia en el carácter fantasmal (o fantasmático) de lo real. Parece como si no se pudiera argumentar en contra, pese a que esta tesis contradice la experiencia; y la experiencia es muy importante. La experiencia deja huella —otra manera de ser real— y es lo único que importa.

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