SOBRE LO FANTÁSTICO

El efecto “fantástico” –o sea, el rediseño narrativo de una experiencia corriente como si fuera extraordinaria, que es lo mismo que descubrir siempre en lo real un plus de sentido inexplicable– se consolida como clave poética y, en general, como modelo literario, en la tradición que inician los cuentos de Edgar Allan Poe y El castillo de Otranto de Horace Walpole.

El escritor que va en busca del efecto fantástico no se sitúa fuera del tiempo ordinario sino que usa sus narraciones para rediseñar un tipo diferente de espacio. No juega con los tiempos de la lectura y de la narración para que se rompa a través de un momento en blanco, como de suspensión, la necesaria consistencia sensible que ha de tener una experiencia en la representación, sino que genera por medio del relato un espacio donde se puede alojar sin contradicción la in-diferencia entre realidad y fantasía, entre verdad y ficción.

Un típico ejemplo de este procedimiento –usar el espacio virtual que genera un relato dentro de otro relato– puede leerse en “El descenso al Mälstrom” de Poe y se aplica de forma magistral en la complicada trama de un cuento de Jorge Luis Borges, “El jardín de los senderos que se bifurcan”, donde está elaborada narrativamente la articulación entre el espacio-tiempo del relato y el espacio-tiempo de la experiencia, de tal modo que uno se traslada o se recompone en el otro y viceversa. Se alcanza aquí el grado máximo de la peculiar manera “fantástica” de concebir el contraste entre la realidad y la literatura.

En este cuento enormemente ambicioso y complejo (y –todo se ha de decir– un tanto cursi) Borges pone en acción un recurso muy empleado por Poe pero sin incurrir en ninguno de los “efectismos” habituales del norteamericano, puesto que no encontramos aquí concesiones kitsch referidas a lo oculto o lo sobrenatural. En el espacio imaginado por Borges, que es un jardín de fantasía, no se verifican las coordenadas de lo real pero tampoco se cumplen las de lo sobrenatural, o sea que no hay nada que sea convencionalmente “fantástico”. El protagonista puede ser el asesino y, en otro jardín (porque allí los senderos que trazan las narraciones se bifurcan y se solapan unos con otros todo el tiempo creando nuevos espacios) puede ser la víctima. O bien puede ocurrir que el relato trate del narrador que es el lector o del lector que nunca llegará a saber quién es el narrador. No solo los tiempos ya no aparecen organizados de acuerdo con la ordinaria sucesión de pasado, presente y futuro porque en ese jardín –como, por otra parte, ocurre siempre– todo es presente, sino que la mera composición de los hechos que está en la base de todo relato permite todas las combinaciones posibles, tal como sugieren las tramas de películas como L’Année dernière à Marienbad y Providence de Alain Resnais o Pulp Fiction de Quentin Tarantino que, a mi juicio, deberían ser incorporadas al llamado “género fantástico” puesto que sus respectivas narraciones abren un espacio para una transformación, un nuevo tipo de acontecimiento.

De forma subliminal, estas extrañas metanarraciones no afirman la posibilidad de una realidad distinta, un mundo posible (menuda redundancia: de hecho toda la literatura y el arte plástico entero intentan esto) sino que tratan de mostrar que para cualquier experiencia siempre es posible hallar una representación distinta de lo mismo, alojada en el mismo espacio; o bien que en un mismo espacio siempre se da una experiencia otra y otra y así, sucesivamente, puesto que no hay nada que sea real. Lo fantástico, pues, no describe lo que hay o podría haber sino que retrata cómo funciona nuestra inteligencia.

(Nada más realista, pues.)

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.