LEER

A veces le da por pensar que las reflexiones sobre la lectura y los libros son un tanto pretenciosas y, desde luego, muy poco auténticas. Las largas jeremiadas sobre lo poco que se lee hoy en día, la inevitable monserga sobre la importancia de leer, los testimonios fraguados sobre el incomparable placer que genera la letra escrita o la cantinela de los que confiesan no poder vivir sin el olor y la textura del papel o sin acariciar los lomos de los libros, los cuentos repetidos de los que caen en éxtasis frente a unos anaqueles repletos de volúmenes polvorientos o las alabanzas a las bibliotecas descritas como versiones del Paraíso, bla-bla… Todo eso le recuerda aquello que dice Montaigne sobre la vanidad de la fama: que quienes se enorgullecen de haberse sobrepuesto a ella no suelen resistir la tentación de hacerse famosos por haberlo conseguido, lo declaran o lo escriben o lo hacen saber por cualquier gesto, ya que ningún placer tiene sabor si no se encuentra a alguien a quien comunicárselo.

Algunos alegatos de lector parecen escritos solo para ser leídos.

Los lectores “vocacionales”, los sibaritas del texto y las ratas de biblioteca puede que sean sacerdotes de una religión menor desconocida pero cuando hacen demasiada alharaca a él le da por sospechar que no son auténticos. Qué no pensar de su “religión”…

¿Hay elogio sincero de algo tan intangible y privado como eso que llamamos “lectura”? Por supuesto que no. El propio concepto –“lectura”– es aberrante, puesto que leer consiste en el descifrado de un texto y, sobre todo, el nombre que la tradición escogió para la extravagante costumbre de Ambrosio de Milán, de hacerlo en silencio. Y, sin embargo, él recuerda a veces vagamente cómo se convirtió en un aficionado a leer, o sea, cómo se hizo “lector”. No recuerda si esa primera experiencia fue gustosa –las siguientes, desde luego, no han sido siempre placenteras, porque son muchísimo más abundantes las lecturas malas que las gratificantes– pero sí que fue diferente. ¿En qué consistía esa diferencia con relación a una experiencia ordinaria? Desde luego, no tenía nada que ver con el leer en sí, que no es muy distinto del pensar o del imaginar en general, razón por la cual a Roland Barthes no le costó mucho imponer el cliché de la lectura como aproximación general a lo que hay, de tal modo que a nadie le llama la atención que un periodista se refiera a una opinión acerca de determinadas circunstancias como “la lectura de un proceso”, o que un cuadro se pueda leer y que se diga de algo incomprensible que es ilegible tras haberlo leído (!) o que “lectura”, en general, se entienda como interpretación. Que más tarde Barthes añadiera a su categoría de textes lisibles los scriptibles –llamaba así aquellos textos que incitan al lector a emularlos y a convertirse en escritor– era una de sus habituales coqueterías para seducir incautos.

(¡Con qué facilidad Barthes se disfrazaba de lector exquisito y sutil y sensible a los ojos fascinados de los pobres de espíritu!)

Cierto es que fue Barthes quien impuso el tópico del plaisir du texte, que luego repiten como borregos los sibaritas de la lectura.

La lectura es lo mismo que el pensamiento pero no es la misma experiencia. Se puede pensar –y mucho– sin haber leído un solo libro, del mismo modo que se puede fornicar sin haber leído una letra de la abundantísima literatura erótica disponible; y de hecho el más palurdo de los lectores sabe que en materia de sexo a veces es más gratificante leer que intentar llevar al plano de la realidad lo que se lee.

La lectura es consabida vía de ingreso a una dimensión paralela de la experiencia. No la inspira la imitación ni la impone la educación o la práctica ni puede reducirse a un ejercicio, aunque así la enseñan en las escuelas; y tampoco es un entrenamiento como los que practican los aficionados a los deportes, sino que está inspirada por la curiosidad. El aficionado a leer es un curioso irredimible y algo temerario, como la Alicia de Lewis Carroll; y la temeridad o la curiosidad no se pueden impartir sino que cada quien la descubre en sí mismo, como la afición a las mostazas fuertes.

Eso sí, para curiosear en los libros hay que tenerlos a mano. Él no sabe ni puede imaginar cómo se hicieron lectores los demás pero recuerda muy bien cómo se inició en la lectura. Un día se puso a hurgar entre los libros de casa y entró en esa dimensión y después salió y vio que el mundo era diferente; y volvió a entrar y repitió el pasaje muchas veces. Así de simple. La lectura se aprende por repetición y empeño, como cualquier vicio. Leyó la saga de Camelot no menos de una treintena de veces hasta que ese mundo fabuloso se le hizo completamente familiar y tan conmovedor como el mundo corriente, tal como describe Cervantes que le sucedió al viejo hidalgo Alonso Quijano con las novelas de caballería; y una vez instalado en ese universo de ficción, entrar y salir de él le resultó muy fácil, cuando hubo comprobado que cualquier texto ofrece el mismo pasadizo de acceso sin llave alguna; y, como al Quijote, la propia distinción entre lo real y lo imaginario se le disipó hasta borrarse casi del todo, lo que le trajo un sinfín de complicaciones ulteriores porque en la vida corriente lo más común es encontrarse con personas que no leen ni leerán jamás y que permanecen atadas a la realidad (o sea, a lo que nunca es real) como el mejillón a la roca.

Sin embargo, asumirse como uno más de los incontables epígonos de Don Quijote a él también le parece tópico, pues: ¿qué es la existencia misma sino una permanente transformación imaginaria de lo dado? El lector no es uno al que le sucede algo especial con relación a los libros sino uno que ya no vive lo real como antes, puesto que en la lectura algo sucede con los paisajes, los objetos y los personajes que se descubren a uno y otro lado del texto. Y eso que sucede es para siempre.

En su novela Stoner, el escritor norteamericano John Williams describe la iniciación a la lectura de su personaje protagonista, el hijo de unos granjeros de Virginia, poco tiempo después de su ingreso a la universidad. La precisión y la economía de la descripción de este descubrimiento maravilloso son notables:

No tenía amigos y por primera vez en su vida era consciente de la soledad. A veces, en su ático por las noches levantaba la vista del libro que estuviera leyendo y miraba la oscuridad de las esquinas de su cuarto, donde la lámpara parpadeaba contra las sombras. Si fijaba la vista larga e sesgadamente, la oscuridad se convertía en una luz que adquiría la forma insustancial de lo que había estado leyendo. Y se sentía fuera del tiempo, como se había sentido aquel día en clase cuando Archer Sloane le había hablado. El pasado brotaba de la oscuridad y los muertos volvían a la vida ante él; el pasado y los muertos fluían hacia el presente entre los vivos y, por un instante intenso, tenía una visión de la densidad a la que se había integrado y de la que no podía, ni quería, escapar. Tristán y la rubia Isolda desfilaban ante él; Paolo y Francesca giraban en la resplandeciente penumbra. Helena y el deslumbrante Paris, con sus rostros amargados por las consecuencias de sus actos, surgían de la tiniebla; y estaba con ellos de un modo como nunca podía estar con sus compañeros, que iban de una clase a otra, con quienes compartía techo en una gran universidad de Columbia […] (trad. EL)

Tal como le pasa a Stoner, al leer, la dimensión del tiempo se distiende o se contrae hasta que deja de transcurrir y se desentraña de la duración. El tiempo de la lectura, como el de los relatos, es mítico, illo tempore, una especie de fragmento de un inconcebible presente eterno; y el espacio pierde sus contornos, se pliega o se curva bajo el efecto de las vueltas de un argumento o de los hitos de una acción y se puebla con gestos y voces nunca oídas, o que solo se puede escuchar en ese lugar imposible, como el largo grito de Laocoonte al ser atacado por las serpientes salidas del mar, que narra Virgilio en la Eneida; o como las risas impertinentes de las hetairas en los Diálogos de Luciano de Samósata, que son el arquetipo de las burlas de todas las mujeres cuando hablan entre ellas acerca de los hombres.

Ha conocido muchos, muchísimos tipos de lectores, desde los que leen por evasión hasta los que lo hacen como profesión y no siempre ha compartido sus gustos con ellos pero con todos, alguna vez, ha tenido la impresión de que habían participado de una misma experiencia infantil y que, como es habitual que hagan los niños, la guardaban inútilmente en secreto.

Pero la experiencia de la lectura no es secreta, es una bendición.

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