EL PRESAGIO

Camina por la calle del Almirante Cervera con la boca pastosa y el cuerpo aterido por el frío temprano de la mañana. Ha dormido muy poco y le duelen las piernas y los brazos, pero no se quejaría del dolor porque está feliz. Se frota las palmas de las manos y sacude la cabeza para despejarse y darse calor y, en vez de enfilar hacia el Moll de la Fusta, cambia de rumbo y se dirige instintivamente hacia el mar; y al llegar a la curva que hace la calzada tras una corta pendiente y desembocar en el malecón, recibe la densa humedad del aire sobre la cara. La cuadra de operarios que acompaña a un camión de la limpieza echa potentes chorros sobre las aceras y las gotas de agua fina que lanzan las mangueras, mezcladas con el olor acre que despiden los bares de la costa cuando empiezan a ventilarlos por la mañana, se suman a la humedad de siempre, que viene del mar.

Otros hombres bajan la carga de un camión de reparto y un gato de manchas marrones se escabulle por un portal al final de una noche de aventuras. Ante los ojos de él ve desarrollarse una ceremonia de acogida, anónima y cotidiana, que retribuye en silencio. Nunca olvidará la placidez y el encanto de esas mañanas húmedas.

Al llegar al borde de la playa se detiene un momento para mirar a su alrededor. El mar está plano y casi sin olas y la luz del otoño se derrama sobre el malecón. Respira muy hondo, como si fuera a fundirse con el escenario y entonces le asalta una certeza inesperada que interpreta como un mal presagio. Piensa al revés, que todo lo que en esos momentos le colma el alma le ha sido dado porque fatalmente habrán de quitárselo. Y no puede evitar la desolación.

Oh, qué injusto.

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