LA PENITENCIA

En un plano estrictamente individual, la culpa tiene dos dimensiones que a veces se articulan con sentido y otras veces se repelen, como los polos magnéticos invertidos. Como bien sabe todo el mundo, la culpa es un sentimiento del que tenemos noticia o bien porque nos es impuesto por sanción, propia o de otro, o bien porque se confunde con su experiencia opuesta: la expiación. Con bastante frecuencia ocurre que un individuo siente culpa simplemente porque ha de expiarla.

Nuestra relación con la culpa pasa necesariamente por la expiación: o bien nos sometemos a sus condiciones; o si no, intentamos no tener que pasar por ellas; es decir, evitamos el proceso de la expiación que casi siempre resulta muy doloroso.

En nuestra cultura se dan dos variantes de la culpa, la judía y la cristiana, que contrastan de forma incompatible. La culpa judía no se puede expiar y se la describe como consustancial a la condición humana; en cambio la culpa cristiana nos ofrece una vía siempre abierta a la expiación por mediación del infinito amor de Dios, que todo lo comprende y acoge dentro de sí.

Los psicoanalistas, que como sabemos difunden ideas judías en culturas predominantemente cristianas, trafican con una noción muy confusa del sentimiento de culpa. De la versión judía toman la idea de que el individuo es proclive a sentir culpa incluso a pesar de no haber cometido falta alguna y, a modo de salvación, le asocian una askesis terapéutica que mucho se parece a la solución cristiana con la diferencia de que requiere un oficiante que ni es sacerdote ni guía espiritual pero simula ambas funciones: el propio psicoanalista; y un número interminable de sesiones que no solo hay que pagarle sino que, por añadidura e inexplicablemente, son muy caras. O sea que en el psicoanálisis la culpa bíblico-judaica aparece fundida mediante un contrato de servicios con la idea cristiana del pecado redimible, con el añadido de que se oblitera el fundamento de una u otra al presuponerse que todo sentimiento de culpa es válido por el solo hecho de que así se lo siente; con lo que, de paso, el freudismo se ahorra tener que explicar cuál pueda ser el origen de este extraño sentimiento.

Justo es matizar que en el psicoanálisis hay, efectivamente, una tentativa de dar explicación acerca del origen del sentimiento de culpa: por medio del célebre “triángulo edípico”, drama cotidiano que se apoya en un mito y se reinterpreta a través de otro mito que se vale de los protagonistas y los hitos del mito antiguo para construir un modelo que sirve como remedo de explicación causal de todas las culpas. Puesto que todos los individuos necesariamente nacemos en el marco de la estructura triádica edípica, dependerá de cómo estemos integrados en ella para que la fórmula sirva a cada uno para paliar sus tribulaciones culposas. Más aún, como si refrendara la archicitada frase de Hölderlin, en el drama edípico se busca tanto la causa como la solución de la culpa consecuente que desencadena.

De todas formas, lo que aquí me interesa no es tanto el sentimiento de culpa, sea o no producido por el triángulo edípico, ni su generalidad o particularidad ni la determinación precisa de su causa, sea real o imaginaria, sino el sentimiento en sí, que como he observado más arriba, parece estrechamente ligado a su necesaria expiación, puesto que está claro que ninguna existencia (feliz) es posible si el individuo vive embargado por el sentimiento de culpa. Dicho de forma palmaria: lo más dramático y significativo de la culpa no tiene lugar en la experiencia de sentirse culpable, sino en el proceso de expiación o reparación que, de una u otra manera, es siempre una penitencia, entendida no como un castigo o una pena o un cargo por una falta cometida, sino como el largo proceso de reconstrucción del yo que sufre, herido, descompuesto o fracturado, por la culpa.

En la penitencia sobresalen tres aspectos notables: en primer lugar, que no es tal si no media la propia voluntad de someterse a ella y que no siempre consigue su propósito (los psicoanalistas afirman que el costo elevado de las sesiones actúa como reaseguro para que el paciente no abandone su penoso “tratamiento”, es decir, su penitencia); en segundo lugar, el modo de llevarla a cabo, que inevitablemente conlleva retiro y meditación; y, por último, el resultado, que no se puede dar por seguro. De ello resulta que toda penitencia es por su propia naturaleza arriesgada, pues puede llegar a buen término tras la expiación de la falta o, de lo contrario, puede devolver al penitente a la vorágine de una culpa mayúscula, irreparable, y a la certeza de que el suyo es un burnt-out case, un caso acabado, constatación que lo aboca a quitarse de en medio.

El penitente, por lo tanto, no es aquel que sobrevive abrumado por su falta y nunca consigue escapar de ella sino uno cuyo coraje destaca entre la molicie, la desidia y la cobardía de los demás, puesto que en definitiva el sentimiento de culpa es también la consciencia de que las acciones humanas nunca son gratuitas sino, en todo momento, responsables. En suma, que en cada una de nuestras acciones la vida propia se pone en peligro.

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