SOBRE LOS ANTIGUOS TEXTOS GRIEGOS (II)

En El Nubarrón del 7 de mayo de 2015 expuse brevemente mis reservas con relación a las traducciones de las grandes obras de la cultura antigua, en su mayoría realizadas por sesudos filólogos y eruditos que rara vez están en condiciones de redactar (¡ya no digamos de comunicar por escrito!) con gracia o con precisión y elegancia los contenidos de los textos clásicos. Me complace encontrar ahora en la extraordinaria reescritura de los Hechos de los Apóstoles, realizada por Emmanuel Carrère (El Reino, Barcelona, 2015) la siguiente observación acerca del Nuevo Testamento, que tanto se parece en espíritu a la mía, meses atrás:

Pasamos horas enteras reunidos en cónclave, buscando cómo verter al lenguaje de hoy la palabra “evangelio”. Para empezar, “evangelio” ni siquiera es una traducción sino tan solo la transcripción de la palabra griega evangelion. De igual manera, “apóstol” no es más que la transcripción, a la vez perezosa y pedante, del griego apóstolos, que quiere decir “emisario”; iglesia”, la del griego eklesía, que quiere decir “asamblea”; “discípulo” la del latín discipulus, que quiere decir “alumno”; y “mesías”, la del hebreo maschiah, que quiere decir “ungido”. Sí, ungido; esto es: friccionado con aceite. El caso es que ni la palabra ni la cosa son muy apetitosas y recuerdo que un gracioso entre nosotros propuso que tradujéramos “el Mesías” por “el Pringoso”. (Trad. Jaime Zulaika, corregida por EL)

El mismo fenómeno se observa en la tradición filosófica y afecta a términos tan manoseados como “sustancia”, logos, “democracia”, hylé, poiesis, o conceptos tan influyentes como eros y filía o la propia idea de “filosofía”, a la que le sucedió algo parecido a lo que Carrère apunta con relación a “evangelio”. Y no digamos “metafísica”, mero rótulo pergeñado por el compilador de las obras de Aristóteles a la que hubo de encontrársele un dominio semántico específico que, por supuesto, nadie está en condiciones de describir. Es verdad que a partir del romanticismo de Schleiermacher y más tarde con el trabajo de la escuela de Heidegger y Gadamer la hermenéutica alemana ha intentado desbrozar y limpiar el vocabulario filosófico de la escoria que cubre y oculta el significado original de las palabras filosóficas fundamentales, que a veces resulta tan espeso y abrumador como el humo de las velas que, con el paso de los siglos, había dejado esa extraña pátina marrón sobre los colores de la Capilla Sixtina. Pero también es cierto que esa hermenéutica, al cabo de unas pocas décadas de trasiegos académicos ha quedado fijada en nuevos sentidos acartonados o absurdos y poco a poco ha ido creando su propia tradición espuria que, a su vez, alimenta imprevisibles e insólitas desviaciones. Cuando leo a los llamados foucaultianos repetir como borregos términos absurdos como “biopolítica” o “saber-poder” y veo a los deleuzeanos llenarse la boca con los “rizomas” y los “ritornellos” y la “desterritorialización”, veo cómo se reproduce el mismo fenómeno en nuestro tiempo y con obras recientes que no parece que hayan sido concebidas para hacer la escuela a que han dado lugar.

¿Qué hacer? La filosofía no está en manos de filósofos sino de filosofantes escoliastas y epígonos, del mismo modo que la religión no la hacen los creyentes sino los frailes exegetas y los teólogos prosélitos que no necesariamente creen en aquello que estudian y comentan y viven atrapados en un aprendizaje que no acaba nunca. Y, por otro lado, la vitalidad del lenguaje siempre es mayor y más trascendente que la pobre perspectiva de los hablantes de tal modo que nadie escapa a las arteras trampas y los clichés del discurso, ni siquiera los científicos más sanchopancistas: recuerdo a aquel papanatas llamado Sokal, llegado a Barcelona para presentar su libro, donde denunciaba cuánto se engaña al personal desde las Humanidades y hasta qué punto se abusa en ellas del discurso metafórico, difundido –decía– siempre con mala fe: y cuando le pregunté si “Enana Marrón” era o no una metáfora, no supo qué contestarme.

Ni siquiera Nietzsche consiguió su propósito. Su obra de juventud intentaba trascender la filología clásica para extraer de la filosofía antigua unos supuestos principios representados con las figuras de Apolo y Dioniso, pero su audacia –o su delirio– no solo fue rechazada por los filólogos de su tiempo sino que además dio involuntariamente pasto a una “filosofía nietzscheana” creada ad hoc por continuadores y epígonos que tomaron dicho binomio al pie de la letra, como la versión cierta de un supuesto agon cósmico que atraviesa todo el mundo antiguo.

La lectura y la comprensión y lo que se sigue de ellas, la tradición de la cultura, en cualquier campo, nunca es un desciframiento sino una apropiación y debería enseñarse tal como Nietzsche propuso en su momento con relación al pasado y la historia, de un modo no muy diferente a como Carrère ha trabajado con los textos evangélicos: no para restablecer eso que nunca podrá ser restablecido –el supuesto sentido original de un texto– sino la experiencia de ese sentido atesorada y testimoniada en los textos, una experiencia que solo se puede reconstruir, conjeturada o recreada, desde el presente.

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