VÉRTIGO

En una entrevista reciente, Enrique Vila-Matas, conspicuo representante de lo que actualmente se conoce como “literatura egotista” aseguró a su entrevistador que él no era el personaje de sus textos, que el yo narrativo que le ha dado reconocimiento literario y fama no era la transposición llana de sí mismo ni su identidad oculta o su doble sino el producto de su trabajo como escritor, es decir, un protagonista ficticio. Aunque no conviene dar por cierta una afirmación salida de la boca de un literato, en esta ocasión Vila-Matas parece decir la verdad. Mejor dicho, sostiene una media verdad –que él no es el protagonista de sus libros y, por lo tanto, que estos no son autobiográficos– sin por ello dejar de afirmar lo contrario, puesto que su aclaración solo tiene sentido si al mismo tiempo reconocemos a los lectores la capacidad de juzgar una obra, esa o cualquier otra, como manifiestamente autobiográfica.

Ahora bien, puede que el comentario de Vila-Matas sea uno más entre sus ardides, una nueva boutade pensada para atrapar a lectores desprevenidos, enésima demostración de su probada capacidad para la ironía, toda vez que la estrategia irónica consiste justamente en escamotear el sujeto del discurso sin por ello dejar de hacerlo omnipresente y decisivo y, al mismo tiempo, indeterminable. ¿Por qué no? La ironía literaria configura una respetable tradición. ¿Era o no el lúbrico y apasionado Humbert-Humbert un doble de Vladimir Nabokov? ¿No se parece el K de El proceso al propio Franz Kafka? ¿Está o no está Lawrence Sterne retratado en la vida novelada de Tristram Shandy? Responder afirmativamente a estas preguntas tiene tanto valor como lo contrario y parte del prestigio ganado por cada una de estas obras literarias se debe a que no podemos establecerlo. Asimismo, la capacidad de un autor para enmascararse importa a veces tanto como sus cualidades “imaginativas”. Y para la elección de una máscara también se sirve el autor de su experiencia propia: tanto da que sea real o imaginaria pues es la suya y de nadie más.

Otra cosa es que la escritura misma, es decir, el acto de narrar una experiencia por escrito, conlleva descomponer lo que –a falta de una fórmula menos pedante– podríamos llamar la instancia de la subjetividad en la narración. ¿Cómo lo llamaba Bajtin? Extralocalización, un salirse de sí del autor que le permite –o le requiere– convertirse en otro. Y digo bien: convertirse en otro y no ser otro, porque eso, pace la autoridad del célebre verso de Arthur Rimbaud, es imposible. Todos, hasta los más geniales entre nosotros, estamos por desgracia condenados a ser idénticos a nosotros mismos.

En cualquier caso, algo extraño sucede con la escritura puesto que el yo que escribe no es el mismo yo que protagoniza y tampoco nunca se confunde del todo con el yo de la experiencia, por muy personal que esta sea, hecho que cualquiera puede confirmar con solo abrir la gaveta (o la carpeta del ordenador) donde guarda la propia correspondencia y ponerse a revisarla. Basta con leer una carta escrita por nosotros tiempo atrás para que nos cueste reconocernos en su signatura. Se dirá que eso es debido a que el tiempo pasa y que, como es natural, hemos cambiado, observación a todas luces trivial puesto que lo que en verdad descubrimos no es tanto nuestra condición temporal –nuestra temporalidad, diría Heidegger– sino el hecho de que toda escritura se hace contra el tiempo. Descubrimos asimismo que la letra –esto es, los signos– son por su propia naturaleza intemporales; o, lo que viene a ser lo mismo, que la mediación no es real sino siempre y necesariamente el efecto de una ficción. Si al leer una carta de hace años de pronto descubrimos que está firmada por un yo que ya no existe: ¿no será que ese yo no ha existido nunca? ¿No será que la escritura del “yo” pone en el lugar del sujeto una no-identidad, una ficción? Un texto cualquiera de los llamados “autobiográficos”, por obsceno o impúdico o intimista que parezca, nunca es estrictamente propio sino el resultado de una inevitable transfiguración, concepto que –lo reconozco– es tan oscuro como el proceso de despersonalización que viene a nombrar pero que es típico del acto mismo de escribir. De tal modo que por mucho empeño que ponga un autor en imponer sobre su texto la impronta de su experiencia íntima, como ha hecho desde siempre la literatura femenina y, en tiempos más recientes, la afeminada, ante los ojos del lector nunca comparece el yo real del escritor sino siempre y en todo caso un sujeto, una identidad fraguada. Y nadie puede escapar a esta mixtificación puesto que parece consustancial a la escritura. El mismísimo Michel de Montaigne, fundador del estilo autorreferente que es característico de la literatura y el pensamiento modernos no puede evitar que leamos en sus Ensayos una necesaria ficcionalización de su yo narrativo, de tal modo que cuando creemos estar ante su voz inconfundible, lo más probable es que hayamos dado con un Montaigne que, como Vila-Matas, surge de la elaboración literaria de sí mismo, que genera un Doppelgänger, un monigote literario. Y viceversa, también viene a ser cierto que el yo de los artificios literarios, fraguado, inventado, extralocalizado, es en todo momento la máscara de un yo real y tangible, de uno que no puede evitar ser siempre “humano, demasiado humano”. La brecha infranqueable que establece por si sola la escritura entre el yo real y el literario se extiende a sus respectivas experiencias, pero es inmediatamente salvada –o reconocida– y de nuevo transformada por el lector.

Consideremos un caso. Hace algún tiempo, el otro que habita este texto anotó lo siguiente: “A su lado, a la derecha de su asiento en el avión hay una pareja de mediana edad. Ella está sentada en la butaca de la ventanilla y él en la del pasillo. Se acaban de despertar y esperan la llegada del desayuno tras la larga travesía sobre el Atlántico, cogidos de la mano y en silencio. A la izquierda, en los asientos centrales se observa a otra pareja más joven. Él está arrellanado en su butaca para que ella pueda echarse sobre las otras dos, encogiendo un poco las piernas. Tras varias tentativas han conseguido hallar una postura mínimamente cómoda para ambos. Ella ha hecho un hatillo con la manta y lo usa como almohada sobre los muslos de él mientras él le acaricia la cabeza con una mano, con un gesto inequívocamente amoroso que a él le llega como una punzada en el medio del pecho: el tipo que le arrebató a su mujer no le robó un cuerpo sino la posibilidad misma de ocuparse de otro cuerpo. No le cuesta nada imaginarlo jadeando sobre ella, salpicándola con su semen… Sin embargo, por crudas o humillantes que parezcan estas escenas, a él no le hacen mella, quizá porque le resulta imposible imaginarlas sin admitir al mismo tiempo que han contado y cuentan con el consentimiento de ella. No es eso; lo que le hiere hasta la desesperación es que su rival cante victoria porque es él quien ahora se ocupa de ella y la cuida, la atiende, la protege o la acompaña; y le duele reconocer que para cualquiera de esas funciones no es preciso que ella haya consentido nada: cada uno de esos dones marca con claridad lo que le han arrebatado, lo que ya no conseguirá recuperar; y entonces, cuando ya no encuentra manera de escapar a estos pensamientos inútiles que de vez en cuando lo asaltan, echa mano de la mochila, saca torpemente la agenda y, como último recurso, se lanza a anotar estas líneas.»

En su prefacio a las Cartas a Lucilio de Séneca, la más íntima y personal de las obras del célebre estoico romano, Paul Veyne observa que, por contraste con los usos actuales, en la Antigüedad el escritor no era libre de hablar acerca de sí mismo. (Séneca y el estoicismo. México, 1993, pp. 251-252) y que las referencias textuales a uno mismo, aunque están admitidas, nunca, ni siquiera en las poesías erótica o lírica, se hacen desde una perspectiva personal. Son textos sin punto de fuga, sin un vértice subjetivo. Nunca abonan la impresión de que, detrás del relato de un avatar se agita un alma sensible sino que, en virtud de convenciones establecidas ese yo que ama o sufre o teme, se regocija o se desespera, es una ficción que los lectores han de asociar y contrastar con la experiencia propia. Es a esa experiencia traspuesta a lo que apuntan los textos antiguos más confesionales que, como las Confesiones de San Agustín, pueden presentarse como tales justamente porque son testimonio, en el grado más puro.

Desde nuestra irrenunciable perspectiva moderna, el discurso que no oculta su naturaleza o su inspiración autobiográfica alcanza su cualidad más sobresaliente y se niega a sí mismo no solo cuando el autor se muestra capaz de enmascararse y prodigarse en muchos yos ficticios sino cuando la narración misma –su apoteosis o su drama– se retuerce como una serpentina y, de pronto, nos sume en vértigo.

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