FORMALIDADES (III)

Retomo aquí un asunto –el nacimiento de la forma– que he tratado en otras ocasiones, la última vez, hace poco más de dos años: el misterio del origen de la forma, que quizá sea una de las cuestiones fundamentales de la llamada estética (o, mejor dicho, de la epistemología cuando se ocupa de explicar cómo funcionan las sensaciones humanas).

A diferencia de la noción aristotélica, más semejante a un modelo, la forma de los formalistas rusos como Schklovsky es un elemento que se interpone entre la necesaria organización esquemática y categórica de las sensaciones y el propio fenómeno. Schklovsky obviamente se refiere a la forma artística (literaria, pictórica, musical, etc.) pero su idea se puede generalizar. ¿Por qué no pensar que, puesto que se interpone y obstruye la percepción corriente, toda forma es el resultado de un proceso? En efecto, en la constitución de una forma obstrusiva el proceso es casi tan importante como el resultado pero, por alguna razón, esto no ha sido considerado por la filosofía.

Para el pensamiento moderno todo lo que hay tiene como fundamento el sujeto. La forma, pues, será entendida por los modernos como un predicado de la cosa que nace como prospección de las facultades subjetivas que la generan o la identifican, de tal modo que depende de (o se confunde con) ellas, pero también como una propiedad intrínseca de los objetos. Los críticos y filósofos clasicistas franceses del siglo XVII sostenían que la forma es lo que tienen en común las figuras siguientes:

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que, pese a sus diferencias recíprocas, son claramente equiparables. Los clasicistas afirmaban con toda razón que estas figuras tienen en común la forma elipse, en el sentido de que participan de ella. La cuestión que interesa ahora es llegar a saber de dónde sale esta forma elipse, si es del orden de los principios que regulan la percepción de las figuras o si “está”, por así decirlo, presente, aunque de manera subyacente o embozada, en todas ellas de tal modo que sus proporciones responden a ciertos patrones que se pueden enunciar por medio de una función matemática. Si fuera lo segundo, la elipse no ha de tenerse por subjetiva sino que es objetiva, o sea, propia de la cosa y no puesta allí por un sujeto: una objetividad sin duda sui generis. Que la forma pueda ser tratada con cierta objetividad es importante para el clasicismo sobre todo a la hora de hacer la valoración del trabajo del “artista” puesto que obliga al crítico a seguir un patrón del juicio que no está guiado exclusivamente por los caprichos de su gusto. Así pues, de acuerdo con la regla del arte y un estricto criterio de verdad para la representación, el crítico se siente seguro al juzgar si este o aquel artista ha conseguido o no plasmar (horrible palabra) lo que sea; por ejemplo, la elipse tal como manda su forma. Y quien dice “elipse” puede decir belleza, color, tonalidad, proporción, ritmo, etc., que también tienen sus respectivas formas canónicas.

A diferencia de la tradición romántica posterior, los clasicistas admitían el subjetivismo del racionalismo cartesiano pero no renunciaban a la objetividad y lo cierto es que toda la filosofía moderna está atravesada por esta tensión entre la deriva subjetivista que remataría en el romanticismo y la impronta neo-objetivista del clasicismo, que alcanza su grado más elaborado en el sistema de Hegel. El idealismo absoluto presupone –y, a su manera, demuestra–que la razón es aquello de lo que necesariamente participan la lógica de nuestros pensamientos y la de los procesos históricos y naturales, del mismo modo que hay una forma común de la que participan todas las figuras elípticas que podamos imaginar y que no es materia de discusión. Más aún, lo mismo que en el caso de la lengua para Saussure, el Espíritu hegeliano contempla todas las innovaciones como formando parte del sistema precisamente porque ya están de algún modo pensadas y presupuestas en él.

En cualquier caso, el problema de si puede haber o no algo nuevo en un sistema así concebido nos llevaría a imprevisibles derivas metafísicas, así que mejor será que volvamos a la cuestión del nacimiento de la forma.

Consideremos el ejemplo de la elipse. Tanto si el sujeto la reconoce en sus diferentes casos como si la descubre en su propia sensibilidad o en su inteligencia, la elipse viene a ser, es decir, sobreviene al cabo de un proceso. Si no fuera así tendríamos que aceptar que brota de forma inmediata a la consciencia y retrocederíamos a Descartes y sus ideas innatas y tendríamos que considerarla como una intuitio mentis semejante a los axiomas de la geometría de Euclides. No sería improcedente hacerlo así puesto que sabido es que en la epistemología contemporánea no falta quien postula el innatismo.

De todas maneras, de nuevo, no vayamos por ahí. Si es cierto que la elipse “viene a ser” tras un proceso, hemos de admitir que ese proceso consume cierto tiempo, que no hay inmediatez. Cabe entonces formular la pregunta de una manera directa: ¿cuánto tiempo se tarda en reconocer una forma? O, en los términos de la teoría del arte: ¿cuánto tiempo se tarda en reconocer una “obra de arte”? Incluso el reconocimiento de una obra maestra lleva tiempo, como enamorarse perdidamente de un hombre o de una mujer.

(Y no se trata de discutir aquí si es pertinente hablar del así llamado coup-de-foudre, el amor a primera vista, aunque ni que decir tiene que la cuestión estética en relación con la forma tiene mucho en común con admitir la posibilidad o imposibilidad del amor a primera vista.)

Lo que importa en el “venir a ser” de la forma es el tiempo. El tiempo tiene mucho más que ver con la generación de la forma de lo que parece. En una lección de la serie de conferencias impartidas en Gran Bretaña por Karlheinz Stockhausen en 1972, el compositor alemán comienza su exposición en inglés enunciando lo que llama “cuatro criterios de la música electrónica”. Los llama así:

a) La secuencialidad unificada (unified tram-tracking) del sonido
b) La descomposición (splitting) del sonido
c) La composición espacial en múltiples pistas (multilayered spatial composition)
d) La igualdad [en rigor, debería hablarse de igualación] del sonido y el ruido

Los cuatro “criterios” son en rigor pautas de procedimiento para la elaboración y manipulación electroacústica del sonido pero lo que tienen en común es que trabajan con el tiempo, lo que no debe sorprendernos puesto que la música es justamente un “arte del tiempo”. De hecho, buena parte de los experimentos de Stockhausen se apoyan en la espacialización de la experiencia temporal del sonido y consisten en gran medida en la compresión y/o expansión de éste. Stockhausen denomina “forma” a la resultante de esa manipulación que se registra en el marco de una compresión y/o expansión sonora durante cierto lapso. Como es obvio, la “forma” obtenida –un sonido en un tiempo determinado– puede ser modulada, serializada, sintetizada, etc. lo que demuestra, en opinión de Stockhausen, que la constitución de una forma musical cualquiera es función directa de lo que se tarda en oír cómo suena; incluso se permite fijar ese intervalo con relativa precisión: afirma que son ocho segundos lo que tarda la mente en identificar la forma en una composición musical cualquiera.

Por supuesto, no solo en música se requiere tiempo para la identificación de la forma. Lo mismo sucede en arquitectura (¿cuánto tiempo se tarda en reconocer un espacio arquitectónico?) o en poesía: de hecho, el factor temporal era decisivo en la Poética de Aristóteles a la hora de diseñar la trama trágica. La tragedia era resultado del planteamiento narrativo de una acción –una forma– por medio de la estructuración de la acción (mythos), pero esa representación había de darse en un tiempo verosímil y sobre todo accesible a la memoria del espectador.

La introducción de una variable temporal en la fijación de la forma; mejor dicho, la consciencia de que la duración afecta a la recepción/concepción de la forma de un objeto tanto como lo hacía la forma subyacente predicada por el clasicismo, ha sido aprovechada por el llamado arte contemporáneo y es frecuentemente utilizada para generar objetos inesperados. Véanse por ejemplo algunas instalaciones de Dan Graham.

Podría imaginarse entonces un “artista” –compositor, poeta, arquitecto, escultor– cuyo “arte” consistiese exclusivamente en la generación de formas por el solo medio de administrar los tiempos de los acontecimientos. Incluso podríamos especular con que la “creación” fuera, como ocurre con las composiciones de Stockhausen, puros experimentos con el tiempo.

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