MEGALOMANÍA

Como es bien sabido (o debería serlo) la filosofía nace en el Asia Menor, en las ciudades situadas en lo que hoy en día ocupa el litoral mediterráneo de Turquía. Nace primero como física y después –según conjetura, pues nadie ha podido explicar a ciencia cierta por qué– se desvía de la reflexión sobre los meteora para, a continuación, irse orientándose poco a poco de acuerdo con el planteamiento de ciertas preguntas –llamémoslas así– metafísicas, en la Atenas clásica; y finalmente acaba por convertirse en una especie de doctrina o sabiduría para la buena vida durante la hegemonía romana. Por supuesto que ha habido mucha filosofía después del helenismo, pero esa tradición posterior está infectada de judeocristianismo y eso –como Akhenatón– ya es otra cosa. Ojalá tuviera yo la capacidad y la cultura suficientes para determinar con precisión la diferencia entre una manera de pensar y la que siguió. La que tengo solo me alcanza para intuir y reconocer su diferencia recíproca.

¿Cómo surge la filosofía? Una versión muy difundida y “progresista” sostiene que procede “del mito”, es decir, que de buenas a primeras y por arte de magia los griegos arcaicos un día decidieron que para explicar los fenómenos era mejor pensar en términos de relaciones causales abstractas y que ya estaba bien de dar explicaciones animistas: había que abandonar los mitos y las supersticiones. En los manuales de filosofía se llama a esto “el paso del mythos al logos”. Si el manual es de corte materialista histórico puede ocurrir que además afirme que este tránsito –que en el fondo se entiende como un progreso en el orden del saber y de la verdad– fue debido a un cambio en el modo de producción. De esta manera, la descripción ideológica del nacimiento de la filosofía, inequívocamente positivista y sesgada, adquiere mayor contundencia “científica”. Esta historia de las ideas, inspirada en un hegelianismo mal digerido, añade que no fue por capricho que los griegos dejaron el mythos y optaron por el logos sino porque tenían que hacerlo puesto que se trataba de administrar mejor los medios de producción con objeto de satisfacer las necesidades, etc., etc. Hipótesis plausible, pues sin duda el pensamiento “lógico” es más útil y eficaz que lo que Lévy-Bruhl llamó “mentalidad pre-lógica”, cuando se ha de dominar la naturaleza y organizar la vida humana. Cuando menos permite prever una inundación o buscar un tratamiento médico que palie los efectos de la peste; pero, aunque es consistente y loable que se busque de este modo una explicación para un hecho de tanta importancia como el nacimiento de la filosofía, hay que reconocer que el modelo propuesto por los materialistas y que yo he resumido muy brevemente aquí es un tanto reduccionista y, según se mire, burdo teleologismo: en el fondo, en el cuento del paso del mito a la razón se presupone que el surgimiento de la filosofía era inevitable: ¿por qué? Pues porque nació; y a continuación el argumento consabido: puesto que era inevitable y necesario, ese cambio además fue bueno, positivo, porque fíjense ustedes la cantidad de cosas y de ventajas que debemos al nacimiento de la filosofía, etc., etc.

Pues bien, yo creo que la causalidad y las explicaciones causales son necesarias para pensar a nuestra manera pero no creo –como afirman los idealistas que tanto admiro– que la causalidad también pertenezca al orden de los acontecimientos. O sea, para decirlo tout court, que es muy probable que la filosofía surgiera por pura casualidad y, por una contingencia semejante, también es probable que desaparezca.

La transformación ocurrida en tiempos de la llamada “física de los Milesios” –y aquí echo mano de la memoria para recabar algo que alguna vez he leído– surge de una noción arbitraria, una especie de idea-comodín, physis, que puede predicarse de cualquier cosa o fenómeno natural de tal modo que para explicar algo asombroso como, pongamos por caso, la coincidencia entre el periodo de fertilidad del ganado hembra y las fases de la Luna o la regularidad de los ciclos de las mareas según las estaciones y la voluntad de un dios o la manía después del mucho beber, ya no sea preciso recurrir a la interpretación de los astros o de la inescrutable decisión de la Moira sino que, tras mucha observación y cotejo de regularidades y constantes, se pueden establecer leyes racionales que, por decirlo así, ponen en relación fenómenos totalmente alejados unos de otros, absolutamente heterogéneos los unos respecto de los otros. De esta manera se puede afirmar, por ejemplo, que la introducción de la pólvora acabó con la caballería feudal y dio paso a la monarquía centralizada, lo que implica que los principios de conformación de las naciones modernas están causalmente vinculados con los avances en la técnica de manejo de los explosivos, juicio que antaño, para parecer fiable, hubiese requerido introducir como variable, por ejemplo, el humor del dios Marte. Y que nos deja un tanto perplejos pues con ello estamos diciendo que la cloratita del potasio tiene algo en común –una extraña relación– con el auge de la monarquía.

Ahora bien, eso que comparten todos los fenómenos –physis–, la afinidad profunda de todo lo que sucede y por la misma razón por la que sucede y es, indica además que, por encima de la variedad de acontecimientos y cosas, lo que hay está regulado por cierto parentesco estrecho y forma un solo género; en suma que es lo mismo y constituye un ente singular, un Absoluto; y que por lo tanto cualquiera que sea nuestra aproximación a eso que hay (es) ha de ser totalizada y también singular. Es decir, ha de corresponder a una sola filosofía y esta filosofía, por tanto, ha de tener algo de místico puesto que solo desde una perspectiva mística, puedo yo –cualquiera de nosotros– enfrentar filosóficamente la envergadura de eso Único, Absoluto y de su misterio que, como observa al pasar y de manera sibilina Heidegger, se nos revela comprometido «con un destino encubierto, entre lo divino y lo demoniaco”.

Y aquí viene lo inquietante: si lo que hay es Uno (Dios), pura identidad denegada por la experiencia que es apariencia y Mal (lo demoniaco), la tensión entre estas dos “potencias”, a falta de una dialéctica como la hegeliana, solo puede entenderse como destino, nueva figuración de la antigua Moira. Y así, tras una parábola que dura varios milenios, la filosofía, lastrada ahora por las especulaciones de los astrofísicos, a poco que profundiza (o se excede) queda siempre a un paso de lo místico, es decir, retorna a su punto de partida y se entrega a la megalomanía.

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