EL ERROR RADICAL

La confianza en las palabras y en nuestros gestos nos da una infundada seguridad al acceder a lo que sucede a nuestro alrededor pero inspira lo que llamamos “comprensión del mundo” y sobre ella nos apoyamos para enunciar todo tipo de principios y reglas de comportamiento social e individual. Sin embargo, confiar tan ciegamente en el lenguaje –oral, escrito, gestual, icónico– es la causa principal de muchos errores que por lo general atribuimos a la inconsistencia de nuestros enunciados con relación a sus referencias: por ejemplo, al confundir a una persona con otra tras llamarla por su nombre; o al incurrir en un lapsus; o al tender una mano a un extraño que entiende nuestro gesto como agresivo. Todas las palabras son ambiguas y todos los gestos indeterminados; y las imágenes, la ocasión para una gama extensa de interpretaciones incompatibles, cosa que es muy fácil de poner a prueba con solo que apaguemos el sonido delante de la pantalla del televisor.

Pero estos errores son fácil de ver. Por una parte, cuentan con la opinión del otro, que los señala; o son del tipo ex post, es decir, sobrevienen – y se reconocen– después de la enunciación, no están en su condición o en su programa enunciativo. No son errores fatales, errores del tipo trascendental que están en la raíz misma de nuestros actos, sino faux pas, meteduras de pata.

(A los errores radicales, porque están constituidos en el modo mismo en que accedemos a la experiencia del mundo, yo los llamaría consustanciales si no fuera esta una expresión quizá demasiado metafísica.)

El error radical es el que no se puede evitar, aquel error que está firmemente comprometido en el juicio o en la acción desviada y no se distingue de ella. Los griegos antiguos acertaban al señalar la índole de esta falta describiéndolas como trágica (hamartia), una falta que va de suyo, que está escrito que se habrá de cometer porque o bien es esencial a quien la comete o bien es constitutiva de la ley y parte fundamental de la regla que infringe. Su investigación sobre el alcance de este tipo de errores humanos está desarrollada en las tragedias clásicas, que cuentan terribles historias humanas aunque siempre en el marco de una legalidad vigente que las trasciende –una ley o pauta social que, como bien observó James Refield en un libro extraordinario sobre la Iliada, (La tragedia de Héctor: Naturaleza y cultura en la Ilíada. Barcelona: Destino, 1992) se pone a prueba en la tragedia y permite a la sociedad revisar el límite de sus códigos por medio de una representación.

A menudo este tipo de error radical suele ser característicamente estético; es decir, está asociado a una sensación e inspirado por ella. En términos kantianos, es el juicio que se orienta por el placer (quizá sería mejor llamarlo “complacencia” pues Kant era hombre de moderación) y no por la razón o por esa satisfacción que se alcanza en el discernimiento, en el gozo intelectual que proporciona el juicio adecuado.

(Juzgar por placer solo produce estupidez. Y del gozo, por otra parte, no se deriva conocimiento alguno.)

Cuando hablamos de un juicio “estético” nos referimos a algo sensacional. Imagina mi error: yo di por real una pantomima, como el niño que mira fascinado un pase de magia. Tuve por cierto el “trasfondo” –¡figúrate!– de una mirada; y fui sin duda muy generoso porque “real”, “certeza”, son valores de existencia, atributos de la verdad, pese a que lo dado a mi sensación no era verdad, tan solo lo aparentaba. Ninguna sensación es verdadera. Lo único cierto era que allí no existía nada. ¿Qué sucedió? Antepuse la sensación a la experiencia de la sensación, que es el juicio: y quien dice “sensación” dice una percepción acoplada a un discurso. Un hecho que resulta reemplazado por el enunciado que lo describe y lo “comprende”. Que ahora sea consciente de esa torpe enajenación no me la hace más justificable. Por eso, mi error no me deja dormir.

A veces encuentro algún paliativo. En unas clases que impartió Ludwig Wittgenstein en su gabinete de Cambridge en 1938 a un grupo de cuatro o cinco estudiantes, se hace una observación sumamente inteligente. A lo largo de sus lecciones Wittgenstein defiende la decepcionante tesis de que toda experiencia descrita como “estética” en el fondo no es más que una manera de hablar, un juego de lenguaje, paso previo a afirmar que al interpretar nuestra relación con el mundo como “estética” no partimos de un acontecimiento para después ponerle nombre sino que buscamos una “sensación” que se ajuste al juego de lenguaje necesario para comunicarla. Y, en rigor, lo que comunicamos es muy pobre en términos de contenido: una simple interjección –ese es nuestro juego de lenguaje–, de tal modo que, pongamos por caso, la belleza de un cuerpo, descrita o elaborada discursivamente por medio de un enunciado, por afinado que este sea, no se distingue demasiado de un ¡clic! o de un chasquido de los dedos; o sea, la etiqueta de un estado de ánimo.

Podríamos quedarnos con esta explicación que, como de costumbre tratándose de Wittgenstein, es ascética. Pero los problemas surgen cuando no se trata de reconocer nuestros clics sino de explicar los clics de los demás que muchas veces están asociados a ciertas conductas que nos atañen. Lo malo es que, si no conocemos el juego del lenguaje del otro o no estamos al tanto de lo que se juega delante de nuestros ojos, es inevitable equivocarse y caer en el tipo de error que denomino aquí radical.

Wittgenstein propone que imaginemos una comunidad cuyo lenguaje y modos de comunicación desconocemos absolutamente. ¿En qué nos fijaríamos para entenderla? ¿Cómo orientarnos en medio de ese contexto que nos resulta totalmente extraño? Lo más probable es que escogiéramos aquellos gestos que se parecen a los nuestros y, por simple analogía, que lleguemos a ideas y conclusiones disparatadas. Un drama que se repite todo el tiempo: ¿cuántas veces damos por honesto a un individuo porque con esa actitud nos hemos aproximado a él? La mayoría de las estafas se deben a esto.

En las notas de sus lecciones Wittgenstein recurre a otro tipo de ejemplos, quizá algo más inquietantes que una simple estafa: “Ver que los árboles se agitan por efecto del viento podría hacernos creer que ese movimiento es gestual y que los árboles se comunican entre sí moviendo las hojas” tal como hacemos nosotros todo el tiempo; o, en otro contexto, el mismo tipo de juicio podría hacernos creer que “Todas las cosas tienen un alma” por la simple razón de que nos sentimos cuerpos animados por un espíritu: por cierto, supuesto básico del animismo y del llamado pensamiento mágico. En suma, que el poeta que mira arrobado hacia la naturaleza o el místico que investiga en su abismo interior son víctimas de una sugestión, una ilusión trascendental como la de aquel fenomenalismo de la consciencia del que habla tantas veces el Nietzsche tardío para denunciar las trampas del racionalismo ingenuo.

En efecto, en el marco de ciertas sensaciones (emociones) nos encontramos como delante de una comunidad absolutamente ajena a nosotros, a merced no de las evidencias sino del necesario juego de lenguaje con que hemos de abordarla para entenderlas; y no diseñamos ese juego y su contexto sino que este mismo contexto, que es estético, nos dicta la regla de juego que servirá para comunicarlo, pero no nos proporciona ninguna verdad o certeza sobre lo que “experimentamos”. Y pese a todo orientamos nuestra conducta de acuerdo con estas certezas imaginarias.

(Es trágico ¿no?)

Pero como estamos en el mundo porque hemos aprendido a imitar las reglas de un juego que juegan otros –¿cómo y cuándo aprendemos a reconocer que hemos soñado? se pregunta Wittgenstein en algún otro lúcido momento de estas lecciones– resulta imposible establecer qué tiene de cierto cualquier experiencia, tanto más si es emocionante. El error, a fin de cuentas, se hace forzoso, inevitable, necesario.

(Errare humanum est.)

¿Me crees tan tonto como para incurrir en perogrulladas semejantes? Yo no miro el error desde la perspectiva de la certeza sino al revés, quiero entender en qué consiste estar en lo cierto cuando se vive una existencia equivocada. En definitiva, lo que el error radical enseña es que toda existencia es equivocada.

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