SALMONES

Los humanos nos pasamos la vida mirando lo que hacen los demás. ¿Qué nombre se le da a esa costumbre? Lacan la relacionó con una denominada pulsión escópica, una especie de inclinación incontenible a espiar, vigilar, escrutar, o simplemente a observar de soslayo o con intensa curiosidad lo que hace el otro. La irresistible inclinación a mirar tiene su convalidación social, el llamado voyeurismo; y se muestra en algunas costumbres reconocidas: en los palcos de los teatros se valen de prismáticos, dícese que para ver de cerca a los cantantes o los actores aunque más común es que los usen para curiosear entre el público. En París las sillas de las terrazas en los cafés están colocadas de cara a la acera, como una platea, para que los parroquianos no tengan que preocuparse de ordenarlas, pues se trata de eso, ¿para qué vas al café si no es para mirar a la gente que pasa? Los cafés de París son exotéricos.

Miramos a los demás porque no nos ha sido dado contemplarnos a nosotros mismos salvo por medio de una representación o con la ayuda de un espejo; y ya sabemos que las copias y los espejos no dicen la verdad. La nuestra es pues una mirada siempre inquisitiva, una mirada que quiere saber la verdad: por eso cuando Edipo supo su verdad se arrancó los ojos.

Los antropólogos sostienen que la pulsión escópica es un hábito adquirido, consecuencia de la postura erguida del homo sapiens y de hecho lo de mirar es una fruición muy antigua, ancestral. Entre las características de la tragedia clásica pocas veces se presta atención a su principio elemental, que es tan simple como inexplicable y que consiste en mirar cómo sufre un hombre noble sobre un escenario, cómo se desenvuelve el infeliz cuando cae en la desgracia pese a que ha puesto empeño en cumplir con lo que mandan la ley y la costumbre.

(Sobre esto Camille Paglia apunta un dato curioso: los japoneses no conocieron la tragedia hasta finales del siglo XIX. Y, mira por dónde: la manera de mirar que tienen los japoneses es muy extraña.)

Pues mira…

¿Miro qué? Mira la pantalla, mira, en un televisor fabricado en Japón se ve cómo se mueven unas figuras humanas y no se escucha sonido alguno: solo el movimiento de las figuras. Es un film, pero imposible saber de qué película se trata porque está empezada. El protagonista es un hombre, un profesor de ciencias naturales o quizá un naturalista. Es un tipo muy serio y, por la manera en que se concentra en su trabajo no parece que le interese nada más en su vida. Estudia la conducta de los salmones y está casado con una mujer indiferente. Entre ellos ya no queda –o quizá no lo tuvieron nunca– vínculo sexual alguno.

Mira, mira: una mujer joven hace el amor con un hombre también joven.

(Solo los jóvenes hacen el amor.)

La joven conoce al profesor naturalista en su lugar de trabajo: una piscifactoría donde se crían salmones. Trabajan juntos y se tratan con displicencia, aunque se ve que el encuentro entre ellos habrá de ser relevante para la historia. ¿Qué hace ella? Camina por un pasillo y se cruza con un individuo que la acosa. Lógico, es bella, pero sobre todo es joven. Cuando la situación empieza a ponerse embarazosa aparece el profesor naturalista y la saca del apuro. Deciden entonces compartir mesa a la hora del almuerzo y ella, quizá porque es joven y coqueta, se comporta insinuante hacia él, que no le hace caso. ¿Por qué, si es bella? Claro, es un profesor maduro, adusto y concentrado en su trabajo. El almuerzo transcurre entre frases cortas y miradas huidizas y al rato suena el teléfono de ella: le avisan que su compañero, el joven con quien hacía el amor, ha desaparecido en combate durante la guerra del Golfo.

Se ve que esta es la ocasión. ¿Pero de qué?

Anda…¿y ahora qué pasa? Ella recibe en su apartamento la visita del profesor. Sus gestos muestran que no quiere ir a trabajar, que está desolada, pero el profesor no ha venido a buscarla para que vuelva a su puesto de trabajo sino para traerle un sandwich; quiere ser solidario y que se vea que no solo le interesan los salmones. Tras unos instantes de comprensión mutua en los que se cruzan las miradas, se abrazan.

Se ve que hay un idilio en camino.

Pero bueno… ¡el novio ha vuelto! Los jóvenes discuten. Él exige una definición y ella finalmente accede y se vuelve para despedirse del profesor que, del otro lado del estanque de los salmones, contempla con gesto preocupado la superficie del agua: mira con ansiedad contenida, espera una reacción de los peces y ve inminente que ella lo abandonará.

(No hay peces con vida en el estanque y ya tampoco estarás tú.)

Pero no todo está perdido. Uno de los trabajadores de la piscifactoría señala hacia un extremo un punto del estanque: ¡Mire profesor..!

Salta un salmón. Para el profesor es la señal de que hay que seguir adelante; y entonces algo cambia en la joven: parece que se ha conmovido y ya no se despide, ¿en qué piensa? Los peces han vuelto, la piscifactoría no cerrará, el profesor necesitará una compañera para cumplir con su sueño. Aquí me quedo. La historia llega a una decisión imprevisible y, al final, el que no desapareció en Irak pone en marcha su automóvil y se marcha resignado por un camino que, bordeando el estanque, se pierde por el fondo de un valle.

¿Has visto? Toda la historia de una película se puede inferir con un puñado de escenas superpuestas que no puedes dejar de mirar. ¿Acaso te dicen algo nuevo? No, ni siquiera el lugar común: que la joven se decida a no dejar plantado al viejo profesor solo sucede en las películas. ¿Qué miras entonces? La reconstrucción, pues es la reconstrucción y no la historia lo que de veras importa. Pasa a menudo con las llamadas obras de arte, pero también con los argumentos, con solo que los mires con atención. La ciencia y el arte están llenas de tópicos repetidos y consabidos, solo tienes que mirar con cuidado y lo verás.

(O será que yo me paso de listo.)

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