SOBRE LA (IN)UTILIDAD DE LA FILOSOFÍA

Una tarde cualquiera me asomo a la amplia terraza, atraído por el aire diáfano y fresco que sopla sobre la ciudad tras varios días de lluvias primaverales. Por una vez y sin mediar propósito presto atención a los macetones cubiertos de plantas que alguien ha dispuesto siguiendo la línea de la balaustrada. Hay varios arbustos, un pequeño plátano, un ciprés y muchas otras plantas vigorosas cuyo nombre desconozco porque he sido criado como cabe a un urbanita recalcitrante, de espaldas a la naturaleza. Los hombres de la ciudad solo distinguimos el hormigón y las variedades de la mampostería y la piedra y a veces logramos ver la diferencia entre el polvo y el hollín, pero las plantas nos parecen tan irrelevantes como una valla publicitaria en una gran avenida.

En un tiesto de barro cocido reconozco sin embargo una hierba que derrama su hojas por encima de los bordes de la maceta. Es una planta que en América se llama “uña de gato”, nombre que deviene de que sus hojas son carnosas y gruesas y vagamente recuerdan la forma que tienen las garras en los felinos. En Sudamérica la he visto usada para fijar las dunas de las playas. Vaya uno a saber cómo ha llegado hasta aquí. Hace poco aprendí que los indios americanos hacen con la uña de gato un ungüento que se aplican para quitarse los dolores y, como suele ocurrir con buena parte de los remedios legados por las desaparecidas culturas indígenas, su efecto analgésico es milagroso.¿Cómo llegaron los indios americanos a saber que la pulpa de la uña de gato curaba los dolores del cuerpo? Mi racionalidad europea, que es tan simple como petulante, me indica que –naturalmente– lo supieron por ensayo y error, tras incontables experiencias contrastadas cuyos resultados se trasmitieron de una generación a la siguiente. ¿Y cómo consiguieron convertir la pulpa en ungüento y aprendieron a usar la pasta sacada de la uña de gato y después la maceraron en un mortero de madera o de piedra y finalmente se les ocurrió frotarse el cuerpo con ella?

Sí, ya lo sé: de nuevo por ensayo y error; y todas esas muchas experiencias las trasmitieron a sus descendientes… etc., etc. ¿Pero por qué decidieron conservar las prácticas en forma de saber y de tradición? Y la idea que las orientaba ¿cómo hicieron para conservarla y desarrollarla si los indios americanos no tenían escritura? Ah sí, todo lo hacían de memoria… Pero son muchas, muchísimas, las cosas que hubieron de memorizar los indios entonces.

(Pinches indios memoriosos.)

La riqueza de la imaginación humana, el inconmensurable caudal de esfuerzo y curiosidad que lleva a los hombres a investigarlo todo, hasta lo más irrelevante, es asombroso. Corren los años y me hago más sabio y viejo, pero esta humana voluntad de saber me sigue dejando estupefacto como la primera vez, pese a que es una cualidad que en alguna medida (muy pequeña) es también la mía. Escudriñar, averiguar, fisgonear, sospechar; y no poder explicar de dónde nos viene la curiosidad.

Me arrellano en la silla de la terraza y decido una vez más entregarme a ella. ¿Qué hago yo en este momento si no es revisar el sentido mismo de un momento de atención inesperada y casual hacia la uña de gato? Y si tras una pirueta voluntaria me pusiera ahora a revisar mi revisión y me alejara imaginariamente de la terraza, del reino vegetal, de la uña de gato, del ungüento milagroso y me colocase aún más lejos de sus anónimos inventores indígenas, acabaría dándome de bruces con la Curiosidad, facultad pura que es la misma inclinación de la consciencia que desde siempre ha guiado a la filosofía y ha hecho que tantas almas bellas se pierdan por sus vericuetos: un pensamiento nacido del ocio y la dispersión que goza de sí precisamente porque aparece de golpe, cuando menos lo esperas; y no sirve para nada. Mejor dicho: “que lo deja todo como está”, certera anotación de Ludwig Wittgenstein que borra de un plumazo todas las habladurías acerca de la teoría y la práctica, la cháchara edificante de los filosofantes que pretenden hacer de la filosofía una profesión (!) y enseñan a vender crecepelo teorizante a los empresarios ignorantes e inescrupulosos y no tienen inconveniente en ponerse al servicio de un sindicato o de un partido político o en ajustarse a los imperativos técnicos del momento, tras reclamar que la filosofía sea explícita y tenga alguna utilidad.

(Como el llamado “ejercicio físico”, por ejemplo: el paradigma de lo útil. La filosofía como ejercicio físico. Qué espanto.)

Pero el saber está en las antípodas del entrenamiento –lo mismo si se trata de la sabiduría ancestral que lleva a los indios a descubrir un remedio milagroso en la hoja de la uña de gato o de la técnica, que logra la proeza de colocar un artefacto mecánico sobre la superficie de un cometa–, el saber no se guía por la supuesta utilidad de sus principios y reglas sino por la anomalía y la diferencia que desvela una y otra vez la insaciable curiosidad de los hombres cuando se aplica al mundo. ¿Son también “útiles” esas otras herramientas que transforman la humana curiosidad en cultura: la memoria y la escritura? No. Son necesarias e ineludibles. La primera hace posible la curiosidad con un provecho racional, tal como observó Aristóteles; y la segunda la aquilata y la hace compartible, es decir, social, común.

Los que exigen que la filosofía sea de algún modo útil son, pues, antifilósofos y enemigos de toda sabiduría.

Yo, desde luego, no quiero ser como ellos. Así pues, miro las variedades del verde en las plantas que me rodean en la terraza y me digo “Pero qué cosa más inútil es todo esto que pienso y que anoto” y mi alma se llena de gracia cuando observo que también la forma de la balaustrada, alguien, alguna vez, tuvo la brillante ocurrencia de inventarla, tras lo cual concluyo casi al final de mi callada meditación que el futuro de la filosofía está asegurado mientras todavía sea posible reivindicar un pensamiento como este, perfectamente inútil.

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