AL REVÉS

El dualismo suele ser denostado como una de tantas supersticiones. Sin embargo, el universal miedo a la muerte, que rara vez se sobrepone a la experiencia y al registro instintivo del peligro, demuestra que incluso la llaneza del monista más dogmático acaba por capitular ante la inminencia o la eventualidad de un final. Haz la prueba: pon a un monista ante un serio peligro y verás cómo se comporta. 

La enfermedad y la vejez nos advierten de que el cuerpo –esa cosa que no podemos dejar de lado pues tarde o temprano los signos de su decrepitud irremediable nos acompañan todo el tiempo– va a morir. Más aún, que tiene que morir.

(¡Qué petulancia creerse inmortal!) 

Sin embargo, el cuerpo no morirá. Pero cómo, ¿qué dices? ¿Un cuerpo inmortal? ¡Qué disparate! Es casi tan absurdo como esa quimera que persiguen la ciencia y los tontos: la juventud eterna, un cuerpo siempre vigoroso y saludable, deseo y lozanía perpetuas. La inmortalidad del cuerpo es imposible, por muchos apaños tecnocientíficos que se intenten para sortear la decrepitud: el cuerpo no puede ser inmortal porque ya está muerto. Su “vida” no es tal sino un avatar –Schopenhauer lo consideraba ilusorio– que unos llaman “alma” o «espíritu» y otros reducen a epifenómeno de intercambios atómicos en el nivel de las moléculas pero a la que unos y otros, unas veces con solemnes parrafadas metafísicas y otras con ramplonerías científicas, deben lo que se conoce por experiencia y mundo: ese nutrido relato de la vida en el reino de las sombras que pueblan la Caverna platónica, un mundo bastante ingrato pero del que –oh sorpresa– nadie quiere despojarse.

Lo verdaderamente sorprendente es que la ciencia siga siendo tan rematada y obcecadamente platónica.

El problema de la muerte no es el del cuerpo –que está ya muerto– sino el de su huésped inexplicable. La imposible representación de la muerte, que no es un acontecimiento de la vida (Wittgenstein) es en realidad la imposibilidad de representarnos el final del alma o de cualquiera de sus muchas personae –los antiguos egipcios reconocían nada menos que siete de ellas– que además viene acompañada de la imposible realidad de la nada. La verdad es que la esperanza en la inmortalidad del alma, la idea de que hay vida después de la muerte, no solo es gratificante sino que es lo más razonable, aunque tenga todos los visos de ser un típico paralogismo. Si el alma fuera inmortal no habría de qué preocuparse. ¡Qué fácil es dejarse ganar por el optimismo de Sócrates en la Apología! ¿Pero y si no lo fuera? Qué espanto, ¿no?

A veces pienso que ese misterioso abisinio que fue Plotino fue uno de los pocos filósofos clásicos que dio algunas claves para paliar la precaria existencia del alma, prisionera en un cuerpo que ya está muerto y que no obstante tendrá que abandonar pues así lo manda Ananké. La metafísica de Plotino está poblada de dualidades extrañas (emanación-procesión/conversión) y entidades que son casi oximorónicas –un alma material–, un mundo invertido, nacido de la expansión/emanación del alma que da lugar al mundo de los cuerpos, a la experiencia del espacio y del tiempo y, por lo tanto, a la fragmentación de los seres puestos unos junto a los otros, unos después de los otros, separados entre sí, pese a que son Uno, una sola cosa. Una materia descrita como las franjas de sombra que deja la luz cuando languidece: pura apariencia, fantástica irrealidad; y una asombrosa representación del cuerpo: esa cosa espiritualizada por su origen pero que se materializa por su composición. 

Y lo que nuestra tradición, ganada definitivamente por el cristianismo que interpretó a Plotino a su manera, no puede concebir, pese a que serviría como recurso final y postrero aliento de esperanza en la inmortalidad: la idea de que el cuerpo verdadero, no ese que se descompone, está en el alma; y no al revés.

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